Aquel fue un año extraño y feliz. Tenía 10 años y estudiaba en el Liceo Castilla, un colegio regido por los religiosos maristas al que accedí después de incendiarse el otro, más humilde, al que acudía y que también dirigía la congregación en otro barrio de la capital. Tras varios años en sus aulas, yo admiraba a mis inteligentes maestros. Cuando en una encuesta nos preguntaron qué querríamos ser de mayores yo, sincero y cándido, contesté que "hermano marista".
Tomaron buena nota del asunto y, pasados unos meses, los muchos que contestamos así fuimos convocados a una visita al centro de Miraflores. Aquella fue una jornada de convivencia inolvidable. El edificio estaba en pleno campo, muy cerca de Fuentes Blancas, y al lado de Fuente el Prior donde habíamos ido andando varias veces con mis padres a pasar algunas tardes de domingo. Contigua a la finca se situaba la Cartuja de Miraflores. El juniorado (así se denominan los edificios donde se forman a los futuros hermanos) disponía de una finca enorme toda llena de vegetación. Los frutales alternaban con las huertas y la vista de un gran campo de fútbol (grande como nunca había visto) impresionaba desde la barandilla que guardaba el lateral de la carretera de acceso. El edificio principal aparecía a unos cien metros de la puerta, a la izquierda. Tenía tres plantas y contaba con comedor, capilla, sala de juegos, varias clases y dormitorio corrido en la parte superior. Al otro lado de la fachada se situaba una pista con un elevado frontón, unos servicios exteriores y otro pequeño patio.
El programa incluyó una visita por todo el recinto, la comida, un rato de juego y reposo y una función en el comedor (a modo de salón) en el que se interpretaron canciones y realizaron pequeñas obras teatrales. Quedé impresionado y, ante el maravilloso mundo que se abría ante mí, renové mis votos por ser uno de aquellos hermanos maristas tan poderosos y divertidos.
El curso siguiente comencé a estudiar allí. Conviví con compañeros que no abandonaría hasta seis años después: Del Val, De Grado.... Conocí varios hermanos de los que guardo amable recuerdo: el Hermano Baró, el Hermano Fidel, el hermano Adolfo... Me cuesta citar toda la gente que conocí, han pasado ya tantos años...
Imborrables en mis recuerdos imágenes de juegos de futbolín (llegábamos a ser auténticos profesionales), de ping-pong (nunca jugué tan bien como entonces), la popular rana, variados juegos de mesa... Se mantienen frescos en la memoria los mapas de geofrafía (esa tortura personal que era el aprenderlos de memoria), las lecturas, las canciones, los festivales, los deportes (aquellos partidos gloriosos en el enorme campo, con carreras agotadoras), las excursiones a Fuentes Blancas, los juegos colectivos (aún recuerdo el de "la bandera" que me entusiasmaba), los rastreos (que siempre me fascinaron). Todos los días vivíamos aventuras extraordinarias: unos días era el partido multibalón en "la caja" que formaba el recinto del frontón con el edificio (jamás en mi vida tuve que emplear todos mis reflejos con tanta intensidad), otros era la multitudinaria persecución de algún grupo de chiquillos que entraban a robar las cerezas de la finca (podíamos ser una jauría humana, en esas situaciones), en otros momentos tocaba baño en la magnífica piscina situada en la parte alta de la finca, al final de un breve camino (recuerdo con espanto que llegábamos a tirarnos de cabeza desde el tejado de los vestuarios a un par de metros del borde). No puedo olvidar la emoción de aprender allí a nadar y la sensación de la adrenalina al tirarnos del trampolin (uno de tabla elástica que nos lanzaba tan altos que, muchas veces al sumergirnos, debíamos frenarnos con las manos contra el fondo).
Labores infinitas y variadas conocí allí: aprendí a hacer un drenaje para el agua que se encharcaba junto a la tapia de piedra, colaboré en la plantación de árboles frutales, ayudé a limpiar las "cochiqueras" lugar donde varias decenas de cerdos aprovechaban las sobras del comedor, aprendí a lavar platos en unas extrañas máquinas donde los platos rodaban sobre rodillos entre cepillos, recolecté fruta, rastrillé alfalfa, conducí carretillas... en fin todo lo que una granja escuela puede ofrecer hoy en una jornada a los niños, pero durante todos los días del año.
Algunos fines de semana me permitían ira a casa con mis padres. Era un paseo de unas dos horas. Volvía, un poco nostálgico, cada domingo por la tarde para estar listo antes de acostarnos en aquellos dormitorios corridos que intimidaban un poco.
La comida era una fiesta, pues en las mesas se aprovechaba para conversar. Siempre comí de todo, excepto puerros cocidos que (era gusto generalizado) no podíamos soportar. Como había revisión de platos al salir del comedor (cada uno llevaba el suyo) aprovechábamos las cajas de quesitos vacías del postre para pasar de contrabando unos cuantos arrollados en el interior camino de la basura. Recuerdo lo que me impresionaron aquellas peladoras de patatas (en realidad las lijaban) tan socorridas; las patatas eran alimento fijo en el menú diario.
Todos los días, desde la cocina, teníamos que llevar los restos de comida al cortijo de los cerdos. Este edificio estaba más alejado de la entrada y llevábamos los desperdicios en carretillas. Luego teníamos que echárselas a los animales en medio del olor característico de estos recintos. Me río al pensar que, en aquellos lugares, hoy día reformados están los dormitorios de los grupos que acuden allí a realizar ejercicios y reuniones: literalmente duermen donde habitaban los cerdos, ¡apuesto a que no se lo imaginan...!
Pronto hará medio siglo que pasé por allí. Miro alguna foto antigua que pude conseguir (el archivo de Foto Fede, es fantástico para ello) y las actuales que todavía conservan el aura mágica de aquel recinto de mi niñez. Me paseo por la sala de juegos (hoy un espacio pulcro, sin futbolines), las escaleras, la pequeña capilla (no ha cambiado nada), el viejo frontón, la Virgen sedente con el niño en sus rodillas leyendo un libro), el jardincillo de la entrada, la fachada blanca y roja, las huertas, la larga tapia de piedra, la remozada piscina de mi infancia... Miro, sí, las flores de mi niñez. Un Miraflores del tiempo.