Mirando a las estrellas, de A.F. Black

Por Agora

UNA REVISIÓN DE UNA NOVELA DE FICCIÓN FANTÁSTICA: MIRANDO A LAS ESTRELLAS, DE A.F. BLACK
DOCE
Fragmento de la novela de A.F. Black Mirando a las estrellas, traducida por David Prieto Ruiz, Grupo AJEC, 2009.
Ed estuvo en el interior de la mansión cerca de media hora y, cuando volvió a salir, el jamaicano lo estaba esperando junto al deportivo, con la espalda apoyada en un árbol y las manos en los bolsillos de sus bermudas. Nada más verlo, el abogado cambió su serio gesto por una sonrisa y, arrancándose la corbata y la chaqueta, volvió a quedarse en mangas de camisa.Antes de entrar en el coche, sacó una cajetilla de tabaco y se encendió un cigarrillo. Luego le ofreció a Charlie, que lo rechazó con un movimiento de cabeza. Ed se encogió de hombros y le dio varias caladas más, rápidas y profundas, que consumieron buena parte del cigarrillo en pocos instantes. Después, utilizando su mano izquierda como bandeja, depositó la colilla en uno de los ceniceros del automóvil.

No quiero llenarlo de ceniza —El jamaicano continuaba, imperturbable, junto al árbol—. Bueno, ya está. ¡Vamos a comer! Fue dicho y hecho. Nada más montarse en el Ferrari, hizo que este diera la vuelta y regresaron a la carretera para recorrerla en sentido contrario. En unos pocos minutos, Cayo Largo estuvo a la vista, a pesar de que entonces el tráfico era más abundante. No debían de ser los únicos que habían tenido aquella idea. Grupos de amigos, parejas y familias, que habían ido a pasar el fin de semana, se dirigían a los restaurantes de la pequeña ciudad. Gente en rancheras, todo-terrenos e incluso caravanas, en mucho mejor estado que la de Charlie, se apresuraba a disfrutar las últimas horas de asueto antes de regresar a la Florida continental para retomar su vida rutinaria. Con varios volantazos y giros, el calvo abogado se libró de todos ellos y, girando por una ruta que era evidente que conocía muy bien, fue hacia la izquierda de la carretera, aproximándose a la costa atlántica de la isla. Luego, se detuvo de golpe, en el aparcamiento de un restaurante a cuya puerta, en un cartelón, se anunciaban «los mejores pescados y carnes a la brasa de Los Cayos». Ya sería menos.¿Dentro o fuera? —dijo Ed.Fuera —le respondió el antillano al cabo de nada.Subieron por unos escalones de madera y, antes de entrar en el restaurante, recorrieron una pasarela lateral que lo circundaba a unos siete pies del suelo. Rodearon el in­terior acristalado para llegar a una gran terraza protegida del sol por una serie de grandes sombrillas. Más allá de la baranda de tablas, tras un grupo de árboles que descendían por una pendiente apenas marcada, podía verse una pequeña playa de arenas pálidas y el mar. Las olas, diminutas crestas de espuma, lamían la tierra sin apenas fuerza. No había más de tres o cuatro personas, tomando el sol en tumbonas.Se sentaron en una de las mesas que había junto a la balaustrada. Desde allí podía verse todo el restaurante y, lo que era más importante, el aparcamiento que estaba al otro lado. La sombra gris del F430 Spider se reflejaba en los cristales. Ed no le quitaba el ojo de encima.Les llevaron las cartas y el enorme calvo eligió por ambos sin ni siquiera abrirlas. Desde luego, no era la primera vez que estaba allí. Les sirvieron unas cervezas frías y las saborearon con calma. Sobre el océano, las primeras nubes del día empezaban a formarse. Lo hacían allí mismo, impulsadas por el calor. En unas cuantas semanas, cuando se adentraran en el verano y lo sobrepasaran, llegarían de más lejos. Tormentas tropicales y huracanes. No se libraban ningún año.¿Fue bien? —preguntó el jamaicano, con un leve bigote de espuma bajo la nariz—. La reunión, quiero decir.No estuvo mal del todo. Le expliqué cómo estaban las cosas y cuáles eran sus opciones —murmuró, sacando un teléfono móvil del bolsillo de sus pantalones y poniéndolo encima de la mesa, cuadrada, de madera pintada de verde—. Gilligan tiene que llamarme cuando se decida para que podamos preparar la defensa de acuerdo con lo que quiera alegar.¿Podamos? —La ceja derecha de Charlie formó una interrogación al alzarse.Esa es otra de las razones de esta comida: celebrar que he entrado en un nuevo bufete de Miami —respondió, orgulloso, jugando con su jarra de cerveza, sobre cuyo cristal la condensación formaba grandes gotas—. Tengo un equipo entero de documentación trabajando para mí. Es una gozada.No lo dudo. ¿Eres feliz?Sí. —Ed volvió a encogerse de hombros—. Estoy ganando más dinero que antes y me han dado carta blanca para hacer lo que quiera con mis clientes. Si eso no es felicidad, se le parece mucho. La primera bandeja de carne a la brasa y patatas llegó entonces. Costillas de cerdo y media docena de salsas diferentes, desde ketchup a una elaborada con mango y chile, para acompañarlas. Con la ayuda de un largo tenedor, cada uno se sirvió en su plato. El de Ed se llenó a rebosar, mientras que en el de Charlie apenas cayeron un par de trozos de carne. Pasó al contrario que con las salsas y las patatas.Resultaba increíble ver cómo dos personas tan diferentes podían llevarse tan bien. Pero así era. Desde que habían cruzado la primera palabra, haciendo un chascarrillo sobre Grupps había sido de aquel modo. En cierta manera, Charlie tenía la sensación de haberse convertido en el guía espiritual del abogado, que, de cuando en cuando, lo invitaba a comer o a tomar algo. En el mundo materialista en el que se movía, era la mejor manera que tenía de pagarle por sus consejos sobre cómo llevar su vida. O lo que en el antillano podía considerarse consejos, aunque muchas veces no se trataba más que de demostraciones sobre cómo pensaba que debía vivirse la vida. En el ajetreado universo de juzgados, demandas y contrademandas en el que se movía Edward Woodbottom, no había nadie que se pareciera a Charles Manley, capaz de tomar con filosofía cada problema de su existencia. No como si no le preocuparan, sino sabiendo valorar en su justa medida cada uno de ellos.Ed se limpiaba la boca con una servilleta, satisfecho. Una segunda bandeja yacía sobre la primera, vacía, y junto a ella, habían quedado dos copas manchadas de nata y helado. La camarera había hecho bien en retirar las jarras de cerveza. De no ser así, no habría quedado libre ni media pulgada en toda la mesa.Habían comido bien, aunque demasiado. El abogado eructó ruidosamente mientras extendía las piernas hacia delante, para quedar medio tumbado sobre el respaldo de la silla, con cara de no poder dar ni un paso. Con las mangas de la camisa enrolladas por encima de los codos, su tatuaje a la vista y sin el deportivo se parecía mucho más al que recorría las playas vestido de naranja.Otro día pediremos pargo. Lo hacen con aceite de hierbas y con un guiso para acompañarlo. Te gustará.El jamaicano tenía la cabeza vuelta hacia la playa y no pareció escucharlo. A aquellas horas no quedaba nadie, ni siquiera en las tumbonas o tomando el sol sobre sus toallas. Tampoco le habría importado demasiado. Sus ojos se mo­vían siguiendo el fluir del oleaje, que fue haciéndose más fuerte con el paso de los minutos, al tiempo que cambiaba de color. Las nubes crecían sobre el mar de una manera tal que su progresión podía seguirse a simple vista, mientras tomaban tonos grisáceos que, de inmediato, eran emulados por las claras y poco profundas aguas. Los colores plomizos ganaban en aquella competición a los brillantes azules de la mañana. Tardaría algo en empezar a llover. Solo era cuestión de tiempo que las partículas de líquido se enfriaran y se desplomasen sobre la tierra.Recuerdo una historia del vwayajè, del caminante, de allá en mi isla —empezó a decir Charlie, antes de volverse hacia Ed. La estática previa a la tormenta y la humedad parecían haberse acumulado en sus ojos, que brillaban y resplandecían como dos faros. Su sonrisa, abierta de par en par, dejaba ver su lengua entre sus blancos dientes—. Tras muchas aventuras, había detenido sus pasos y se había decidido a vivir como un hombre más durante toda una existencia. Por entonces, ya era un anciano, que había habitado durante Ágora núm. 28 65 décadas a los pies de una montaña, muy lejos de Kingston o de cualquier otra ciudad, porque entonces no había ciudades como las conocemos ahora. Había vivido su existencia entera allí, cultivando café y bananas para sobrevivir y no había ido a otra parte que no fuera aquel lugar, en el que las semillas crecían con solo caer al suelo, pues era una tierra oscura y fértil en la que todo prosperaba y se desarrollaba con fuerza. Una vez, cuando era más joven, había tenido una mujer, pero ella huyó de su lado para regresar a su pueblo, incapaz de superar la soledad de aquellos pagos. Sin embargo, no la echaba de menos. Había estado con él menos de una estación y, aunque había disfrutado de su compañía, no había llegado ni tan siquiera a acostumbrarse a ella. Tampoco hizo nada por retenerla. Había decidido vivir como un hombre y así lo haría.Ed escuchaba atento. Continuaba recostado, aunque ya no estaba tan relajado como antes. En su regazo sostenía una jarra de cerveza a medio vaciar. Varias manchas de grasa de las costillas ensuciaban su pulcra camisa. Hacía un buen rato que no se volvía hacia el reflejo del deportivo, mientras escuchaba cada una de las palabras como si quisiera bebérselas.Un día, mientras descansaba de una copiosa comida y un duro día de trabajo, tumbado sobre una hamaca que él mismo había trenzado, vio una figura que subía por el camino que conducía hasta su cabaña. El caminante la percibió en la distancia, pero no hizo nada por levantarse, ya que estaba muy cansado y el sueño lo acosaba. Tanto lo hacía, que se quedó dormido, pues, aparte de haber trabajado y comido en cantidad, también había bebido bastante ron de caña.»Al despertar, no había ni rastro de la silueta, ni en el sendero ni en ninguna otra parte, por lo que se sintió tonto y pensó que lo había imaginado o, incluso, que lo había visto entre ensoñaciones —continuó el jamaicano tras una breve pausa para tomar aliento—. Miró la botella de ron, culpándola de sus errores y, tambaleándose, fue a orinar contra el tronco de un árbol, balanceándose como un borracho. Estaba allí, con la ropa por las rodillas, cuando unos ruidos le llegaron del interior de su cabaña. Sonidos de loza al entrechocar y de agua al verterse. Como pudo, se cubrió sus vergüenzas y, sujetándose los pantalones con una mano y agarrando un azadón con la otra, fue hasta la puerta, maldiciendo entre dientes y preguntándose qué haría si el ladrón era más fuerte y joven que él, cosa que estaba convencido de que sería sin demasiado esfuerzo.»Al asomarse, tratando de no hacer ruido alguno para no ser descubierto, vio que no había nadie intentando robarle, sino que, junto a la mesa, se encontraba una joven que estaba lavando sus cacharros en un balde. No dio crédito a sus ojos, más aún cuando se le aclaró la vista y pudo admirar las formas de la extraña, sus buenas curvas y sus bien proporcionadas caderas —dijo, trazando la silueta de la joven en el aire con las dos manos—. Los dedos le temblaron, agarrados a la tela que era lo único que tapaba sus partes. Porque, aunque ya era muy viejo y no añoraba a su antigua esposa, hacía mucho que no veía una criatura como aquella, tan hermosa y repleta de vida. Pero sus ojos no fueron los únicos que reaccionaron y, en un instante, aunque sus dedos se aflojaron, dejó de necesitarlos para sujetarse los pantalones.»Entonces, la herramienta se le cayó también y el ruido hizo que la joven se volviera hacia él, alarmada. Tenía unos senos tan generosos como sus caderas y el rostro de una estatua, con los ojos grandes y luminosos, la nariz recta y los labios gruesos y llenos. —La sonrisa de Charlie se agrandó todavía más cuando llegó a aquel punto, como hacía cuando iba a acabar cualquier historia—. Cuando lo vio allí, tembloroso, solo dijo dos palabras: «Hola, padre». Y con ellas los pantalones del vwayajè se cayeron al suelo, perdidas todas las fuerzas que habían ayudado a sostenerlos.Ed rio con ganas, siguiendo las carcajadas del antillano, que a punto estaba de llorar. Las camareras y los otros clientes los miraron asustados, pero ellos no dejaron de reír en un buen rato. Cuando por fin lo consiguieron, el abogado se había vaciado lo que le quedaba de cerveza en los pantalones y un amplio gesto de alegría llenaba su bronceado rostro.¡Sabía que iba a ser así, pero siempre me pillas!¿Pillarte? Las historias del caminante no son para pillar a nadie —dijo, fingiendo ponerse serio, mientras sus ojos se volvían otra vez hacia la playa y el océano que se extendía al otro lado. Las aguas grises se agitaban con los golpes del viento—. Vwayajè enseña. Sus historias son metáforas que intentan explicar el mundo. Eso es lo que se dice en mi tierra.¿Y esta que es lo que pretende contar? ¿Que hay veces que no debe ponerse dura?Supongo que así es. Y que la forma en que se sostengan los pantalones no importa. —Rio Charlie, acompañando a su amigo, sin desvelar lo que en realidad creía que significaba.Significaba que los errores acaban por alcanzarnos cuando menos lo esperamos. A.F. Black
Traducción de David Prieto Ruíz