Y no me refiero, no, al alumno ese que ya desde la primera hora del primer día de clase de la primera semana ha decidido hacerse notar y destacar: poca gana de trabajo, mucha de dejar claro ahíestoyyo. Y tampoco me refiero a ese otro, unas horas después, lleno de desidia y menos gana que el anterior, al que le ha faltado tiempo para quitarle el bolígrafo a la compañera de delante. Mucha gana, pues de llamar la atención de la alumna (y esta, tonta, cayendo en sus redes de araña como débil mosca alucinada...).
No me refiero a estos alumnos, que casi han empezado el curso como lo dejaron -o peor: más aburridos y desganados, poco confiados en un sistema que les impide, tal vez, hacer lo que realmente desean. Es fácil hablar de ellos, bien porque con frecuencia su comportamiento impide al resto ejercer su santo derecho a ser educados en ser mejores personas, bien porque a veces la Administración decide dejar de lado a los que sí quieren para volcar vanos esfuerzos en quien no lo pretende...
No. Hoy me refiero a esa alumna del fondo, la que estaba al lado de la puerta, esa, discreta, callada, todo ojos y curiosidad. Algunos alumnos lo llevan escrito en la cara, sí, y esta alumna -a la que no conocía hasta hoy- tenía marcado en los poros de su piel que quiere aprender. Y, además, me ha dicho, sorprendida ante mi pregunta, que sí, que le gustaba leer. Claro, elemental, obvio y limpio como agua cristalina: ¿cómo a esta alumna no le iba a gustar leer?