La vida después de VietnamCuando regresó de Vietnam, Doug Peacock (Michigan, 1942) no pudo reintegrarse en la sociedad civil. Había visto demasiados muertos, demasiado horror como para creer en el arraigado estilo de vida norteamericano o para aferrarse a una religión que le parecía carente de interés. También había perdido el miedo por su propia integridad física: los cadáveres de los niños, los compañeros caídos en la contienda, los miembros amputados de los heridos o la experiencia de caminar por la naturaleza salvaje, donde una serpiente gigante podía matarlo de forma fulminante, le dieron otra perspectiva de la existencia. Menos egoísta, quizá. O menos acomodaticia, aunque ya de joven se caracterizó por ir a contracorriente: se crió en la zona de los Grandes Lagos, en contacto con la naturaleza desde su infancia, y, tras licenciarse en Geología, abandonó la carrera científica porque no estaba de acuerdo con las prácticas de las industrias petrolera y minera que controlaban el sector. Vietnam supuso una ruptura total y definitiva con todo ello.La verdad es que mis dos últimos meses en Vietnam, con las escenas de niños muertos, arrancaron cualquier vestigio de religión que hubiera podido quedar en mí. Incluso hoy, no puedo soportar la mera imagen de un solo niño muerto. En los años que siguieron a la guerra me resultaba más fácil hablar con los osos que con los curas. Fui incapaz de reintegrarme en la sociedad. Otras personas de mi generación siguieron avanzando y fueron capaces de expandir sus conciencias más allá de aquella experiencia brutal; yo me retiré a los bosques y obligué a mi cabeza a adormecerse con vino barato. Pág. 18.
Doug Peacock
En un contexto de crisis como la actual, la necesidad de repensar lo que puede llamarse «nuestra forma de estar en el mundo» resulta aún más decisiva. Hace falta subsanar errores, proponer alternativas, poner en práctica otras maneras de vivir y de relacionarnos con los demás y con el medio ambiente. Un libro como Mis años grizzly contribuye a modificar las ideas en torno a la interacción del ser humano con la naturaleza y los animales, y lo hace con el pulso ágil de una historia que se lee casi como una ficción aunque todo lo que cuenta es verdad. Con este libro, Errata naturae ha inaugurado su colección Libros salvajes —a la que también pertenece Tristeza de la tierra. La otra historia de Buffalo Bill (2014), de Éric Vuillard—, que, inspirada por la máxima de Thoreau («Todo lo bueno es libre y salvaje»), propone obras que lo tienen todo para remover la conciencia.Fotografías de la página del autor.