Bar La Granadina, en la calle Miraflores de Santa Cruz. Un templo.
Los bares. Qué sitios más importantes en el desarrollo social y humano. No sería quien soy sin los bares en los que he pasado gran parte de mi tiempo, donde he parido ideas innovadoras y otras que eran auténticas mierdas. En los bares discutí, programé, me enamoré, me desenamoré, miré escotes pronunciados y fui víctima de otras miradas censuradoras. En aquellos bares despotriqué de la patronal, montamos sindicatos, comités de empresa, piquetes, huelgas encubiertas y otras huelgas más sonadas. Sin los bares todo esto no tendría sentido, todo lo que he hecho y he dejado de hacer se ha consolidado acaso en la barra de cualquier bar.
En las terrazas del Parque Boulevar, en bares sin personalidad, dimos forma a un sindicato, organizamos la profesión, por primera vez luchábamos juntos por un periodismo serio y respetado laboralmente. En el Coral, aquella barra en U carnavalera y ajetreada, me inventé un periódico digital en un mundo que aún no lo era. La invención duró muy poco, el invento no se mantuvo. En los Ángeles del barrio de Salamanca pasábamos los domingos de cierre del periódico, tomando barraquitos y esperando esquelas de última hora, los resultados del CD Tenerife, o el último despacho de sucesos.
En la Estrella de la calle Porlier preparábamos salidas a regatas y partidos de baloncesto y allí Fran nos recibía con una sonrisa de oreja a oreja. Y luego en el Pura Fruta, en el Hawai -“me pones una ensaladilla por favor”- en la terraza del Platillo Volante, en la barra de La Garriga, un café en el Derby después de las comisiones en el Parlamento, y en el momento mágico de La Granadina, en esa mañana santacrucera de cada día, en un viaje hacia el pasado, a ‘Los Puercos de Circe’, a otra época.
Y luego me fui, apagué veinte años de profesión periodística, de ciudad y de bares. Cuán importantes han sido en mi aprendizaje. Si cerraran los bares no habría periodismo. O sería muy aburrido.