Enfilamos los últimos días de diciembre y, por tanto, los últimos días del año. Tiempo de recopilación y de listas. Y aquí va la mía. Es injusta, como todas las listas, porque se quedan fuera trabajos que no he podido ver y otros que me ha costado dejar fuera... Aquí están las diez producciones que, de una u otra forma, más me han impresionado a lo largo de este año que está a punto de terminar. No os pido que estéis de acuerdo conmigo, y seguro que muchos echaréis de menos algún título, o quitaríais otro. Pero estoy convencido de que, aunque no están todos los que son, sí son todos los que están. Y no hagáis caso del orden.
Miguel del Arco ha dejado de ser el «director de moda» y se ha consolidado, por méritos propios, como una de las voces más sólidas, personales y convincentes del teatro español de nuestros días. Hay, supongo, quien aguarda con la escopeta cargada a que alguno de sus montajes no tenga el nivel adecuado pero, por ahora -y tengo la sensación de que por mucho tiempo- van a tener que seguir esperando. Su hasta ahora última propuesta (actualmente trabaja en una versión de «Antígona», con Carmen Machi) ha sido «Misántropo», una adaptación contemporánea del texto de Moliere, en la que contó con los mismos actores -los «kamikazes» con los que hizo «La función por hacer» y que formaban el grueso de «Veraneantes»: Israel Elejalde, Bárbara Lennie, Miriam Montilla, Manuela Paso, Raúl Prieto y Cristóbal Suárez, a los que se sumaba aquí José Luis Martínez. Escribí con motivo de su estreno: «Una función luminosa, clarificadora, sacudidora, divertida e inquietante: todo lo que se le debe pedir a una buena pieza de teatro. (...) Miguel maneja los tiempos y el ritmo con maestría, y condimenta el guiso con innumerables detalles amparado en la música de Arnau Vilá y las luces de Juanjo Llorens. Con ellas viste un conflicto que tiene la búsqueda de la verdad como médula espinal; una verdad que duele, araña, golpea y rompe, por la que hay que pagar un precio que nadie -solo Alcestes- está dispuesto a pagar, y que no es otro que la soledad y el aislamiento». Y una posdata: también vi en el Lliure, hace casi un año, su «operística» versión de «Un enemigo del pueblo», de Ibsen, más canónica, por así decirlo, de otras adaptaciones suyas, pero igual de magnética y seductora.
Adolfo Marsillach creó hace casi treinta años la Compañía Nacional de Teatro Clásico con la intención de tiene como recuperar, preservr, producir y difundir el patrimonio teatral anterior al siglo XX. A lo largo de este tiempo, ha vivido distintas etapas, grises y brillantes, pero en ningún momento ha dejado de caminar. Desde hace tres años la dirige Helena Pimenta, que puso el listón muy alto con su versión de «La vida es sueño», con Blanca Portillo como protagonista. En el festval de Almagro, del que la CNTC es una de sus columnas vertebrales, y donde todos los años estrenan sus nuevas producciones, se presentó este verano «Donde hay agravios no hay celos», una obra de Francisco Rojas Zorrilla, con dirección de la propia Helena Pimenta. Se trata de una divertida comedia de enredo en el que la directora reunió a un reparto integrado por actores habituales de la CNTC junto a otros que se incorporaban a la compañía por vez primera: Rafa Castejón, Marta Poveda, Fernando Sansegundo, David Lorente, Óscar Zafra, Jesús Noguero, Clara Sanchís y Natalia Millán. Juntos componían un afinado coro en una partitura con exigentes intervenciones solistas. Esto escribi en el blog tras su estreno en Almagro: Con pasión e inteligencia, «ha moldeado Helena Pimenta un espectáculo luminoso y soleado, divertido y dulce, vibrante y equilibrado». (...) Un espectáculo digno de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que adquiere con montajes así (también con «La vida es sueño», claro) su verdadero significado; seguro que era algo así lo que imaginaba Adolfo Marsillach cuando la creó».
Los duelos interpretativos han sido con frecuencia sinónimo de éxito en la historia del teatro, especialmente cuando se cuenta, claro, con un texto potente y dos actores de jerarquía. Y, además, son habitualmente baratos de montar, algo que, en nuestros días, es una ayuda fundamental para que el proyecto vea la luz. «Lluvia constante» («A steady rain») es una obra de Keith Huff, que formó parte del equipo creativo de series como «Mad men» o «House of cards»; la estrenaron en Nueva York, hace algo más de cinco años, dos estrellas como Hugh Jackman y Daniel Craig, un cuando menos temible referente para cualquier intérprete que quiera seguir sus pasos. A España llegó de la mano de David Serrano, autor de la versión y director del montaje que protagonizaron en los teatros del Canal Roberto Álamo y Sergio Peris Mencheta, en un duelo intenso y vibrante. En «Lluvia constante» dan vida a dos policías de Chicago prácticamente de manual (el que se ha escrito en las muchas películas de policías), envueltos en una incómoda situación. «El texto de Huff -escribí con motivo de su estreno- resulta seductoramente abrupto y brillantemente rugoso. El autor busca que el público perciba que las palabras de los dos policías tienen la aspereza de una lija, su imperfección y su poder de ir horadando la superficie lentamente y con un dolor sordo». David Serrano «ha contado con la inestimable colaboración de Roberto Álamo y Sergio Peris-Mencheta. El primero encarna a un hombre vehemente, sanguíneo, precipitado. El segundo es reflexivo, depresivo y callado. Pero no sabe uno del lado de cual quedarse. Hablo de los personajes y también de los actores, soberbios, entregados, carnosos, magnéticos. Con el pincel más fino para dibujar cada uno de los contrastes, que el director subraya con precisión».
Alfredo Sanzol forma parte, como Miguel del Arco, de la élite («minoría selecta». define la RAE) del teatro español. Lo ha logrado gracias a un teatro lleno de frescura, de naturalidad, de profundidad, comunicativo, actual y, algo que a mí me parece muy necesario, comunicativo. No tiene otra pretensión, me parece a mí, que establecer un diálogo con el espectador, lo que equivale a hablarle de manera sencilla de las cosas que le importan, sin aspavientos ni amaneramientos innecesarios. Resulta muy enriquecedor, además, escucharle explicar cómo nacen sus obras y cómo desarrolla las historias, en las que casi siempre hay un pedacito de su propia memoria, de sus raíces, de sus recuerdos. «La calma mágica», que se estrenó en octubre en el teatro Valle-Inclán, dentro de la programación del Centro Dramático Nacional. La función la dirigió él mismo, y el reparto lo conformaban Iñaki Rikarte, Sandra Ferrús, Aitor Mazo, Mireia Gabilondo y Altziber Garmendia. Escribí tras su estreno: «Sanzol perdió recientemente a su padre, y a él, dice, está dedicada esta obra. El dramaturgo se rebela contra su ausencia y ha escrito una obra pensando en que le gustaría, en que lo pasaría bien. Tiene “La calma mágica” las mejores cualidades del autor: la claridad narrativa, la fantasía, la naturalidad de los diálogos, el desenfado y la falta de prejuicios a la hora de contar historias. También su humor, sutil, inteligente y nada superficial. Pero en esta obra, además, hay un grado más de emoción; de hecho, la obra entera puede considerarse como una carta de amor a su padre; no le ha importado disfrazarse de protagonista en la obra para escribirla y rematarla con un monólogo sencillamente conmovedor».
Es difícil encontrar hoy en día en el panorama español e iberoamericano un actor de la talla de Miguel Ángel Solá, poseedor de un sorprendente caleidoscopio de recursos escénicos que pone siempre al servicio de sus personajes. A estos les construye siempre un identidad, un alma propia -a veces con un simple ademán o una leve inflexión de su voz- que los hace verdaderos, reales; que los hace vivos. Esa es la esencia de la interpretación: dar carne a las palabras y gesto a las ideas.Solá es un actor infinito. Hace un par de meses estrenó en el teatro Galileo «Testosterona» (todavía está en cartel), dirigida por Fernando Bernués, en la que comparte escenario con su actual pareja, la joven actriz Paula Cancio. Son, respectivamente, el director y la subdirectora de un periódico que viven una particular y agridulce noche de revelaciones y de cuentas pendientes. Esto escribí después de verla: «No podía ser menos cuando se cuenta con un actor de la talla de Miguel Ángel Solá, poseedor de una insólita y deslumbrante naturalidad, capaz de llenar todas las rendijas de su personaje con matices diferentes, y de dibujarlo con precisas y minuciosas pinceladas llenas siempre de calidad. Cada gesto, cada inflexión, resulta una lección de interpretación. La joven Paula Cancio debuta en el teatro con esta pieza, y más que acobardarse ante el tamaño actoral de su compañero parece contagiarse de su talento y le da a su Miky energía y limpieza suficientes como para sacar un notable en su primera experiencia».
Aunque se estrenó en Barcelona hace más de dos años, «El principio de Arquímedes» supuso para mí una gravísima sorpresa. Escrita por Josep Maria Miró, llegaba a la Abadía en una producón de la Sala Becket, un admirable espacio teatral barcelonés que está desarrollando una fecunda labor en pro de la dramaturgia catalana, y por tanto en la dramaturgia española. «El principio de Arquímedes» presenta un planteamiento muy atractivo. Un monitor de natación abraza y besa a un niño en la piscina y el gesto es malinterpretado -o no- por otro de sus alumnos, que se queja a sus padres. Va creciendo entonces la bola de nieve en la que se mezclan prejuicios, temores, desconfianzas, y en la que las redes sociales, cada vez más presentes en nuestras vidas, juegan un papel determinante en la expansión y asentamiento de los rumores. El propio autor dirigió la magnética e imaginativa puesta en escena, con la interpretación de Rubén de Eguía, Albert Ausellé, Roser Batalla y Santi Ricart. La vi el último día de su estancia en La Abadía, y escribí lo siguiente: «Josep Maria Miró teje el texto con la precisión de un cirujano. La historia se cuenta en un ir y venir de escenas que saltan en el tiempo, en un fascinante ejercicio escénico, con los que el autor va desvelando detalles y situaciones que moldean los personajes y ayudan al espectador a ir completando el puzzle en que se convierte este casi thriller. Es un texto apasionante, magnético, envolvente, que el Miró director sabe subrayar convenientemente».
La génesis de los espectáculos tiene, a veces, mucho que ver en su desarrollo. Borja Sitjá, director del teatro Romea de Barcelona, era un buen amigo de Lou Reed, y quería que éste hubiera inaugurado la temporada de su sala, pero el músico murió pocos meses antes. La actriz Nathalie Poza creció escuchando las canciones de Lou Reed y es una gran admiradora del artista y de su música. El encuentro entre ambos y la común afición llevaron a la creación de «Desde Berlín», un espectáculo para el que se contó con la dramaturgia de tres autores: Juan Cavestany, Juan Villoro y Pau Miró, y la dirección de Andrés Lima. Estrenada en septiembre en el Romea, llegó a principios de noviembre a las Naves del Español, en Matadero, interpretada por la propia Nathalie Poza y Pablo Derqui. Los dos son actores no solo con un gran talento, sino con un gran compromiso y desnudez a la hora de abordar sus personajes. El cóctel del encuentro entre ambos con la oscura historia de amor que proponían los autores, la penetrante música de Lou Reed y la desvergüenza de Lima pronosticaban un espectáculo eléctrico. Y así es. Esto escribí de él: «"Desde Berlín" es oscuro, sí, pero al mismo tiempo luminoso por la conmovedora interpretación de los dos actores, Nathalie Poza y Pablo Derqui, que interpretan a sus personajes con carne, sangre, sudor, lágrimas; que se abren en canal para dar a Caroline y a Jim toda la devastadora verdad que requieren. Y a los que Andrés Lima no les ha dado otro punto de apoyo que ellos mismos. El suyo es un trabajo que precisa de algo más que compromiso, que hace que, como me confesó Nathalie, sientan el miedo sobre un escenario con unos personajes devoradores y nocivos, y por ello tan fascinantes y absorbentes. Los dos se arrojan al vacío, se desnudan (literal y metafóricamente) y logran que la emoción llegue hasta el último rincón del patio de butacas y que ningún espectador -supongo- pueda escapar a ella».
No me gustan, en el arte, los términos absolutos. No diré por tanto que Blanca Portillo es la mejor actriz que pisa los escenarios españoles, pero sí que es una actriz con un talento descomunal, capaz de llevar al teatro a cientos de seguidores -entre ellos yo-, y que es una de las pocas que se ha ganado ese simbólico título nobiliario que se usa en el teatro: «la». Blanca Portillo es, desde hace tiempo, y por méritos propios, La Portillo. No había hecho nunca un monólogo, porque ella concibe la interpretación, me dijo, como un trabajo en equipo. Pero Agustín Villaronga, un cineasta que ha dado el paso hacia el teatro (y espero que para quedarse), la sedujo con un texto, «El testamento de María», del irlandés Colm Toíbín, en el que el autor da voz a la Virgen María, de la que ofrece un rostro distinto -pero considero que respetuoso- del que dan los Evangelios. Villaronga ha creado un espectáculo (hoy termina su estancia en el Valle Inclán) hermoso, casi operístico en su apariencia, cálido, palpitante, y puesto enteramente al servicio de Blanca Portillo, de la que escribí: «Estoy seguro de que si Blanca Portillo se subiera a un escenario para recitar, pongamos por caso, la guía telefónica, lograría convencer e, incluso, emocionar con la simple enumeración de los nombres y las cifras. Y es que Blanca es una actriz portentosa, a la que es muy difícil ponerle algún pero. Sus interpretaciones -siempre que la he visto- equilibran la naturalidad y el necesario énfasis dramático; su dicción, algo tan en desuso hoy en día, es límpida; tiene claridad en el gesto, profundidad en la expresión, y no se sabe si sus personajes la habitan o es ella la que habita sus personajes».
De Andrew Bovell, el actor de «Cuando deje de llover», solo conocía «Babel», presentada en el Marquina hace un par de temporadas. Se trataba de un texto extremadamente interesante, desde un punto de vista formal, pero carente de emoción. Fui a «Cuando deje de llover» lleno de expectativas, porque todos los que habían visto la función habían salido admirados y emocionados. Es una función desasosegadora, con una historia familiar llena de aristas que se ovilla en su escritura inicial. Pero conforme pasan los minutos el ovillo se va deshaciendo y el texto se presenta con una claridad cegadora; y resulta tan inquietante como emocionante descubrir poco a poco las historias, comprender a los personajes, sus reacciones y sus porqués. Escribí hace solo unos días: «"Cuando deje de llover" es, en este sentido, una función brumosa que envuelve al desorientado público; pero, de repente, la niebla se levanta y todo adquiere lógica. Y entonces se van encajando las piezas que andaban desordenadas por el escenario y el espectador se encuentra con una historia conmovedora, a ratos terrible; una historia donde caben el amor, la búsqueda, la identidad, el abandono, el fracaso, la depravación, el rencor, la amargura, la muerte... Una historia que acaricia y que duele, una historia contada con lágrimas secas y corazón anhelante». Julián Fuentes-Reta ha creado un espectáculo sugerente y desnudo, que rescata y subraya la feroz poesía que tiene el texto. Y ha contado con un elenco formidable: Jorge Muriel, Pilar Gómez, Consuelo Trujillo, Pepe Ocio, Susi Sánchez, Ángela Villar, Felipe G. Vélez, Ángel Savín y Borja Maestre.
Tengo -no es ninguna originalidad- predilección por el teatro inglés. No solo por sus textos, sino por su manera de producirse, de interpretarse, de presentarse, incluso de venderse al público. Y hace ya muchos años que admiro a Declan Donnellan, un director que ha labrado una carrera desprejuiciada y brillante, llevada a cabo fundamentalmente -y con su inseparable Nick Ormerod- en su compañía Cheek by Jowl, y con Shakespeare como columna vertebral de su trabajo. Donnellan ha encontrado en Rusia un segundo hogar, y ha formado allí su propia compañía con actores rusos. El Centro Dramático Nacional, dentro de su ciclo Una mirada al mundo, trajo el nuevo montaje ruso de Donnellan, realizado en colaboración con el Teatro Pushkin de Moscú: «Medida por medida» («Measure for measure»), de su adorado Shakespeare. ¿Cómo es posible que una función en ruso pueda conmover como lo hizo al público que tuvo la ocasión de asistir a alguna de las representaciones? Solo con un talento inmenso como el que demostró Donnellan en esta producción, parejo al de los actores que la interpretaban, se puede traspasar la difícil barrera del idioma (y la de los siglos). Esto es lo que escribí tras ver el espectáculo en el teatro María Guerrero: «Shakespeare es un autor infinito, con interminables caras y lecturas. Declan Donnellan subraya la corrupción del poder, sí, pero también el sacrificio y la generosidad, la piedad y la renuncia, la sabiduría y el ingenio. Y lo hace a través de un espectáculo de enorme dinamismo e intensidad (que no es lo mismo que "intenso"), atractivo, inteligente, ágil y sugerente. No lo podría hacer sin la inestimable complicidad de los actores del teatro Pushkin, de tanta calidad como entrega, que salvan sin aparente dificultad la barrera del idioma. Con Anna Khalilulina (Isabella), Andrei Kuzichev (Angelo) y Valery Pankov (Duque) como punta de lanza, la compañía exhibe un talento, una expresividad y una convicción extraordinarias, que se convierten en la columna vertebral de uno de los mejores espectáculos que se han podido ver en la escena madrileña en los últimos años».