Éste es ya el cuarto año en que elaboro la lista de los diez montajes teatrales que más me han hecho disfrutar a lo largo de los 365 días. Es una lista injusta; muy injusta. Se quedan fuera trabajos que no he podido ver (y que me consta que hubieran podido estar aquí) y otros que reúnen méritos similares a los que están aquí... Evidentemente es una lista subjetiva; seguro que muchos echaréis de menos algún título, o quitaríais otro. Y seguro que tenéis razón. Pero estoy convencido de que, aunque no están todos los que son, sí son todos los que están. Los incluyo por orden alfabético.
El teatro no tiene más que un propósito: contar una historia. Da igual cómo se haga si se consigue llegar al corazón del espectador; puede ser mediante producciones aparatosas y llenas de maravillosos adornos o montajes sencillos y desnudos. «Como si pasara un tren» pertenece a los segundos. Su autora, Lorena Romanín, presenta sobre el escenario «un trocito de vida», nos abría la ventana de una familia a la vez particular y normal, con problemas particulares y normales, para contar su historia, tan normal como conmovedora. Una historia que se presenta, escribí, «con la cara lavada, sin maquillaje, sin oscuridades, mediante diálogos vivos, cálidos, y con personajes llenos de humanidad, vecinos del patio de butacas». Y añadía: «Adriana Roffi, la directora, cuenta con tres actores sencillamente comprometidos, que convierten el escenario en el salón de una casa cualquiera. María Morales (que a mi entender parece demasiado joven para el papel) encarna a la sufridora madre con contención y camina extraordinariamente por la cuerda floja entre tragedia y comedia a que le obliga su personaje. Marina Salas es una actriz que enamora (lo he dicho más de una vez) por su naturalidad, su expresividad y la poderosa atracción de su mirada poliédrica. Y Carlos Guerrero, debutante, otorga ternura y fisicidad a su personaje».
Esta función, escrita por Fernando J. López, dirigida por Quino Falero e interpretada por Toni Acosta e Iñaki Miramón, es otro ejemplo de que el buen teatro no es sino contar bien una historia. Los periodistas solemos ponernos estupendos y despreciar el llamado «teatro comercial» frente al teatro público y al off. No es difícil que le neguemos el pan de nuestra atención y la sal de nuestro reconocimiento, sin tener en cuenta de que en ese circuito hay funciones tan estimables y plausibles como en el resto. Y, además, son a menudo las que atraen al público, que no nos parece tener demasiado en cuenta. Esta obra cuenta varios episodios en la vida de una pareja divorciada y con un hijo en común. Lo hace con la inteción de divertir y entretener, pero lo hace sin concesiones, cruda y sinceramente. La llamé «comedia trampa»: «es generadora de muchas risas -escribí-, y hasta de alguna carcajada, pero también puede provocar desasosiego e incluso cierta vergüenza si uno se mira en el espejo de los dos personajes que, víctimas de sus inseguridades y sus frustraciones, utilizan en cierto modo a su hijo como arma arrojadiza». Y seguía: «Fernando J. López escribe una comedia al dictado de la realidad, con situaciones palpitantes, personajes auténticos y diálogos cotidianos además de ágiles y frescos. El espectador empatiza con los dos protagonistas, Sandra e Ignacio, que no pueden vivir juntos pero, en el fondo, tampoco separados, y a los que une un gran cariño que no impide que se tiren los trastos a la cabeza a lo largo de la función, que por otro lado deja una sensación de bienestar en el espectador».
No suele asociarse a Ingmar Bergman con el mundo de la comedia; más bien todo lo contrario. Tanto sus películas como sus obras teatrales llevan una pátina de intensidad a veces subrayada por los distintos montajes. Por eso la producción de «Escenas de la vida conyugal», procedente de Argentina -en España se suele traducir por «Escenas de matrimonio», que presentaron Érica Rivas y Ricardo Darín, con dirección de Norma Aleandro, me resultó gratamente sorprendente. Convertirla en comedia sin desvirtuarla me pareció un acierto (lo que no quiere decir que otras versiones que inciden en el dolor y en la confrontación no sean acertados), y más cuando se tienen dos intérpretes (él, sobre todo) de un extraordinario nivel. Esto escribí: «El gran acierto de Norma Aleandro es iluminar el drama de los dos personajes, Juan y Mariana; sin que la amarga historia que se cuenta pierda su amargura, la cuenta con tono de comedia, en la que asoma el sentido del humor, y subrayando el cariño y, sobre todo la ternura. Es la suya, además, una dirección salpicada de maravillosos detalles. Un ejemplo: el modo en que hace enfrentarse a los personajes en la crucial escena de la confesión de Juan (no quiero desvelar más por si alguien no conoce la historia y va a ver la función): los dos personajes están de pie, sin ningún elemento escenográfico que estorbe o distraiga, y él le pasa el maletín a ella, como deshaciéndose también del problema que acaba de crear».
Sin duda, una de las funciones más redondas de 2015. Un texto conmovedor (de Alberto Conejero), una primorosa y sensible puesta en escena (de Pablo Messiez, con la escenografía de Elisa Sanz y la iluminación de Paloma Parra) y una interpretación llena de sutileza (de Daniel Grao y Nacho Sánchez). «La piedra oscura» fue el acontecimiento teatral del arranque de este año, con todas las entradas agotadas casi antes de empezar (se programó en la Sala de la Princesa del teatro María Guerrero), y pasó lo mismo con su reposición en septiembre. La obra recuperaba la memoria de Rafael Rodríguez Rapún, un joven que fue el secretario del grupo teatral La Barraca, que comandaba Lorca, y que también, según algunos, fue el último amor del poeta. El texto fabula sobre las últimas horas en la cárcel de Rodríguez Rapún, un momento que sirve al autor para reflexionar sobre «la ausencia, la memoria, las víctimas y los verdugos, el encuentro y el desencuentro...», escribí. Y añadía sobre el trabajo del director y los actores: «Messiez hace suyo el texto y lo completa, entiende el universo de los dos personajes, su tormento y su generosidad, y enfoca la mirada y el oído (y de paso el corazón y la conciencia) de los espectadores hacia el texto y los actores. Daniel Grao y Nacho Sánchez hacen un trabajo sensible, conmovedor y emocionante. Y sincero, muy sincero».