Existe un consenso casi diríamos que abrumador en la aceptación de la teoría de la evolución en los términos aproximados en que la dejó enunciada Charles Darwin en el siglo XIX, al menos en el sentido de que los componentes básicos de la misma serían las mutaciones aleatorias que se producen en los organismos y la selección natural que obra sobre ellas para que finalmente sean los organismos mejor adaptados al entorno los que sobrevivan. Hasta tal punto ha llegado el consenso que podríamos decir que tales aseveraciones han adquirido la categoría de dogma científico, equivalente al que disfrutan la ley de la gravedad o la teoría heliocéntrica. A Ortega estas situaciones le incomodan: “Cultura –dice– es, frente a dogma, discusión permanente. Por esta razón conviene presentar frente a la idea canónica la revolucionaria. Conviene, conviene la herejía —como en la Iglesia— en la ciencia”. Así que, siendo consecuente, empieza por insertar en este ámbito que Darwin acotó su cuña anticanónica sin muchos miramientos: “El hombre representa, frente a todo darwinismo, el triunfo de un animal inadaptado e inadaptable”. Es decir, que el hombre no se conformó –digámoslo así– con lo que el entorno demandaba de él que fuera y puso en marcha la creación de un mundo alternativo con el que le resultara más fácil entrar en sintonía, el mundo –si lo formuláramos en términos morales– tal y como “debería ser”. Si tuviéramos que enunciar brevemente lo que Ortega propone en contraposición a Darwin, diríamos que mientras que casi todos los organismos buscaron la adaptación al medio, evolucionando en el sentido que esa adaptación exigía, el hombre se resistió, no siguió, en muchos aspectos, las líneas evolutivas que demandaba de forma especializada cada entorno, sino que se autoafirmó en lo que era y lo que hizo fue, por el contrario, convertirse en homo faber, transformar el medio para acomodarlo a sus necesidades. En vez de transformar su organismo para someterse al medio, desarrolló técnicas con las que someter él al medio. En las propias palabras de Ortega: “Conviene abandonar la idea de que el medio mecánicamente modela vida; por tanto, de que la vida sea un proceso de fuera a dentro. Las modificaciones externas actúan sólo como excitantes de modificaciones intraorgánicas; son, más bien, preguntas a que el ser vivo responde con un amplio margen de originalidad imprevisible (…) Vivir, en suma, es una operación que se hace de dentro a fuera, y por eso las causas o principios de sus variaciones hay que buscarlas en el interés del organismo” Hasta tal punto cree Ortega que el hombre se ha mantenido firme frente a un entorno que le exigía evolucionar en un sentido adaptativo, que lo considera el más viejo de los mamíferos y bastante coincidente evolutivamente con los vertebrados. Su antigüedad filogenética hace que nuestro filósofo se atreva a decir incluso que, en cierto sentido, el hombre es más antiguo que el mono, del que a veces se dijo que descendíamos; en rigor, sabe Ortega que nadie pone en cuestión que tanto el hombre como el mono proceden de una especie anterior, y solo discute si ese mono estaría más cercano del antecesor o, como él cree, lo estaría el hombre. Haciendo frente a la idea de que la especie humana es una de las más recientes y avanzadas del proceso evolutivo, dice en concreto: “Sería el hombre un caso extremo de resistencia a la variación, una especie retardataria e inadaptada, extrañamente detenida y fija: en cierto modo, un estancamiento biológico y un callejón sin salida de la evolución orgánica”. Para argumentar a propósito de la gran antigüedad de la especie humana, Ortega se apoyará fundamentalmente en trabajos de Herman Klaatsch (1863-1916), médico y antropólogo evolucionista alemán, y, sobre todo, Max Westenhofer (1871-1957), patólogo, biólogo y académico también alemán. Con su ayuda, va rellenando con algunos datos su línea argumental. Ejemplo: “La dentadura humana nos lleva a situar nuestra especie en tiempo posterior a la aparición de los peces. La dentina, que, bajo el esmalte, constituye su materia, procede de las escamas de los peces. En rigor, todo el esqueleto está compuesto de materias —fosfatos, carbonatos, flúor, magnesia— que existen en disolución en el agua marina. Lo que en el pez era coraza exterior, se ha internado, y es hueso y boca”. El pez es, pues, un antecesor nuestro, como se deduce por la conformación de la boca. A partir de ahí, y respondiendo a las exigencias del medio, la boca de aquel mamífero primigenio fue evolucionando según las necesidades de respuesta a lo que los diferentes mamíferos que le sucedieron tuvieron ante sí como posible alimento. Surgieron de esta forma las armas dentales especializadas del roedor, del carnívoro, del rumiante… cada una de ellas especializada en un tipo de alimentación que el entorno prefijaba. “La dentadura humana –sigue diciendo Ortega– presenta en germen todas las diferenciaciones futuras, ninguna desarrollada, en confusa unidad. El síntoma es de importancia suma: acusa una extrema inadaptación en función tan decisiva como la alimenticia”. Aquel antiguo mamífero tan ligado filogenéticamente al hombre no dejó que su boca evolucionara, como la de los demás mamíferos, para adaptarse, especializándose, a los diversos entornos. Lo mismo sucede con las extremidades: “Las especies vivientes más antiguas, como el barramuda (sic) de los ríos australianos, tienen otro par de aletas traseras que con las delanteras anuncian la colocación de las cuatro extremidades en los sauromammalia del período primario”.
MIS LECTURAS DE ORTEGA-El hombre: un animal inadaptado e inadaptable
Por Javier Martínez Gracia @JaviMgraciaExiste un consenso casi diríamos que abrumador en la aceptación de la teoría de la evolución en los términos aproximados en que la dejó enunciada Charles Darwin en el siglo XIX, al menos en el sentido de que los componentes básicos de la misma serían las mutaciones aleatorias que se producen en los organismos y la selección natural que obra sobre ellas para que finalmente sean los organismos mejor adaptados al entorno los que sobrevivan. Hasta tal punto ha llegado el consenso que podríamos decir que tales aseveraciones han adquirido la categoría de dogma científico, equivalente al que disfrutan la ley de la gravedad o la teoría heliocéntrica. A Ortega estas situaciones le incomodan: “Cultura –dice– es, frente a dogma, discusión permanente. Por esta razón conviene presentar frente a la idea canónica la revolucionaria. Conviene, conviene la herejía —como en la Iglesia— en la ciencia”. Así que, siendo consecuente, empieza por insertar en este ámbito que Darwin acotó su cuña anticanónica sin muchos miramientos: “El hombre representa, frente a todo darwinismo, el triunfo de un animal inadaptado e inadaptable”. Es decir, que el hombre no se conformó –digámoslo así– con lo que el entorno demandaba de él que fuera y puso en marcha la creación de un mundo alternativo con el que le resultara más fácil entrar en sintonía, el mundo –si lo formuláramos en términos morales– tal y como “debería ser”. Si tuviéramos que enunciar brevemente lo que Ortega propone en contraposición a Darwin, diríamos que mientras que casi todos los organismos buscaron la adaptación al medio, evolucionando en el sentido que esa adaptación exigía, el hombre se resistió, no siguió, en muchos aspectos, las líneas evolutivas que demandaba de forma especializada cada entorno, sino que se autoafirmó en lo que era y lo que hizo fue, por el contrario, convertirse en homo faber, transformar el medio para acomodarlo a sus necesidades. En vez de transformar su organismo para someterse al medio, desarrolló técnicas con las que someter él al medio. En las propias palabras de Ortega: “Conviene abandonar la idea de que el medio mecánicamente modela vida; por tanto, de que la vida sea un proceso de fuera a dentro. Las modificaciones externas actúan sólo como excitantes de modificaciones intraorgánicas; son, más bien, preguntas a que el ser vivo responde con un amplio margen de originalidad imprevisible (…) Vivir, en suma, es una operación que se hace de dentro a fuera, y por eso las causas o principios de sus variaciones hay que buscarlas en el interés del organismo” Hasta tal punto cree Ortega que el hombre se ha mantenido firme frente a un entorno que le exigía evolucionar en un sentido adaptativo, que lo considera el más viejo de los mamíferos y bastante coincidente evolutivamente con los vertebrados. Su antigüedad filogenética hace que nuestro filósofo se atreva a decir incluso que, en cierto sentido, el hombre es más antiguo que el mono, del que a veces se dijo que descendíamos; en rigor, sabe Ortega que nadie pone en cuestión que tanto el hombre como el mono proceden de una especie anterior, y solo discute si ese mono estaría más cercano del antecesor o, como él cree, lo estaría el hombre. Haciendo frente a la idea de que la especie humana es una de las más recientes y avanzadas del proceso evolutivo, dice en concreto: “Sería el hombre un caso extremo de resistencia a la variación, una especie retardataria e inadaptada, extrañamente detenida y fija: en cierto modo, un estancamiento biológico y un callejón sin salida de la evolución orgánica”. Para argumentar a propósito de la gran antigüedad de la especie humana, Ortega se apoyará fundamentalmente en trabajos de Herman Klaatsch (1863-1916), médico y antropólogo evolucionista alemán, y, sobre todo, Max Westenhofer (1871-1957), patólogo, biólogo y académico también alemán. Con su ayuda, va rellenando con algunos datos su línea argumental. Ejemplo: “La dentadura humana nos lleva a situar nuestra especie en tiempo posterior a la aparición de los peces. La dentina, que, bajo el esmalte, constituye su materia, procede de las escamas de los peces. En rigor, todo el esqueleto está compuesto de materias —fosfatos, carbonatos, flúor, magnesia— que existen en disolución en el agua marina. Lo que en el pez era coraza exterior, se ha internado, y es hueso y boca”. El pez es, pues, un antecesor nuestro, como se deduce por la conformación de la boca. A partir de ahí, y respondiendo a las exigencias del medio, la boca de aquel mamífero primigenio fue evolucionando según las necesidades de respuesta a lo que los diferentes mamíferos que le sucedieron tuvieron ante sí como posible alimento. Surgieron de esta forma las armas dentales especializadas del roedor, del carnívoro, del rumiante… cada una de ellas especializada en un tipo de alimentación que el entorno prefijaba. “La dentadura humana –sigue diciendo Ortega– presenta en germen todas las diferenciaciones futuras, ninguna desarrollada, en confusa unidad. El síntoma es de importancia suma: acusa una extrema inadaptación en función tan decisiva como la alimenticia”. Aquel antiguo mamífero tan ligado filogenéticamente al hombre no dejó que su boca evolucionara, como la de los demás mamíferos, para adaptarse, especializándose, a los diversos entornos. Lo mismo sucede con las extremidades: “Las especies vivientes más antiguas, como el barramuda (sic) de los ríos australianos, tienen otro par de aletas traseras que con las delanteras anuncian la colocación de las cuatro extremidades en los sauromammalia del período primario”.