Mis mujeres trabajadoras

Publicado el 08 marzo 2013 por Aranmb

Porque nacieron mujeres, casi nunca consta su nombre en contrato alguno, ni en listas de esforzados trabajadores, ni ha quedado constancia escrita de dolores de espalda, horas sin dormir y sufrimientos varios. Porque nacieron mujeres y su ámbito oficial estaba de puertas adentro, se hubiera podido considerar, como así se hizo durante muchos años, que su vida era más apacible que la de sus compañeros varones. Por eso, decían, duran más años las mujeres, y hay menos viudos que viudas, menos hombres beatos que mujeres a las que la soledad las obligase a agarrarse de un crucifijo ardiendo. ¿Una vida más apacible? Desde un único punto de vista sí, desde luego: ellas no solían ser las encargadas de desempeñar grandes trabajos físicos. ¿Hace eso, acaso, el trabajo más descansado, más fácil de sobrellevar? Ellas eran las que ponían en pie los trabajos que te joden el alma, esos que no te matan físicamente, pero que pueden llegar a pudrirte por dentro. Ellas eran las que velaban a los moribundos y las que se imponían horas extras en función de si un hijo se les estaba quedando en los huesos. Ellas eran las que desempeñaban las labores de las que nadie habla.

Delfina M. (1908-1991)

  

Gracias a las mujeres de mi familia, en primer lugar, hemos conservado la memoria. Mi bisabuela Delfina se manejaba con un árbol genealógico mental extraordinario que le permitía definir en menos de cinco minutos cualquier tipo de enrevesado parentesco familiar, caminaba durante horas para ir a velatorios, esfoyazas y demás reuniones del hoy por tí, mañana por mí. De todas mis bisabuelas, desde luego, fue la que menos miedo tuvo a hablar, por suerte para ella, charrana de naturaleza. No le dolían prendas, quizás por la relativa carta blanca que le daba el hecho de que su marido fuera extranjero, en relatar cómo la bajaban a ella, embarazadísima, y a su madre, reciente viuda, a culatazos de fusil hacia la iglesia, a limpiar de rodillas el suelo hasta que sacase brillo. Gracias a mujeres como ella la iglesia se pasó resplandeciente toda la Guerra Civil, y es cosa irónica que, al acabar ésta, el cura declarase los cientos de destrozos que hicieron los rojos en el campanario, y en las escaleras, y en el suelo, para cobrar una compensación económica que nadie sabe a dónde fue a parar, porque de destrozos, nada. Delfina parió semanas después a un hijo moribundo, y cuando lo enterró, como dice la canción, extravió la mirada y escupió al suelo, y volvió a cuidar las vacas, y a partir leña, y a limpiar hasta las manillas de las puertas de la casa, para que echasen aún más brillo que el suelo de la iglesia.

Carmen M. (1911-2001)

  

Mi bisabuela Carmen, soltera siempre, como todos se ocuparon bien de recordarle mientras vivió en el pueblo, sacó adelante sola, solísima, a siete hijos, y sólo se negaba a hablar de Juan Bautista, el único que se le murió bebé. Los gritos de dolor de Bautista no dejaban dormir a su obstinada hermana mayor, aquella por la que Carmen, en silencio, se pasó meses haciendo horas extra ayudando a los vecinos a sacar patates, sólo para comprarle un manual de la Enciclopedia Alvarez para que la nena, cuya ilusión era poder estudiar, pudiera ir a la escuela. Carmen, que ya anciana podía preparar en una sola mañana el menú del día para casi cien personas, pelar varios kilos de patatas y que aún le sobrara tiempo para reñir por cualquier cosa a sus descendientes femeninas, nunca dejó de servir un plato cada día a sus hijos, aunque a veces tuviera que quitárselo de la boca a sí misma. Tanto Delfina como Carmen eran mujeres de monte, allá donde la comida no siempre sobraba. Pero jamás se atrevieron a quejarse. Sus madres no lo habían pasado mejor. María, la de Delfina, sirvió muy niña como criadita en el Balneario, cobrando una mierda que apenas si le daba para mantenerse con medio torto y media sardina salona al día: sólo fue mujer, en todo el sentido de la palabra, después de casarse y juntar sus escasos bienes con los del marido, futuro indiano. La puta hambre. A Consola, la de Carmen, que había conocido los placeres de la vida de señorita, la metieron en el pueblo ya púber, a trabajar en la tierra, que Padre se había arruinado con aquel afán que tenía a las partidas de mus en las tabernas. Una historia similar a la de la suegra de Delfina, Josefa la de Santos, que vendió todos sus vestidos allá en el Brasil para pagar el pasaje y volver al pueblo, que mejor pobre que cornuda. Historias, historias… historias que ellas se ocuparon de transmitir para que ninguna de sus nietas, ni biznietas, ni tataranietas, tuvieran nunca la más mínima duda de que de la mujer, por más que dijeran, dependían muchas cosas.

Rosario G. (1905-1979)

  

Nora y Rosario, las otras dos, tuvieron historias diferentes, probablemente por haber vivido en escenarios diferentes. Ellas sí trabajaron de forma reglada o semi reglada, la primera en Gijón, la segunda en Lastres. A Rosario se le había agriado el carácter ya de niña. ¿Podría, acaso, ser de otra manera? La mandaron de criada a la casa de los ricos con apenas cinco años -pero qué coño puede hacer una niña de cinco años, por favor…- y, a los siete, le consiguieron trabajo de pisadora en una fábrica de salazones. El curro consistía en lo que sigue: ella y unos cuantos niños más, descalzos, bajaban al fondo de los pozos de salazón donde se apilaban las anchoas, los bocartes o las sardinas, con el objeto de desparramar la sal gruesa sobre el pescado y pisarla durante horas, para que se absorbiera bien. De las condiciones draconianas del trabajo da cuenta la anécdota que ella siempre insistía en contar para justificar su aversión a las conservas: cuando uno de los niños pedía permiso para ir a hacer sus necesidades fuera del pozo, nunca se les concedía. Meaban, muertos del asco -que ser pobre no implica ser sucio- sobre la sal que pisaban. ¡Y luego los ricos se comían aquellas latas de pescado, sal y mexu como si fueran bocatto di cardinale!!

Nora L. (1912-2007)

  

Nora, que sí que nació en el monte, tuvo muy claro desde guah.a de que ella quería ser señora. Eso la diferenciaba de todas las demás, claro, que rechazaban de cabo a rabo formar parte de esa clase que las miraba por encima del hombro. Pero Nora había visto como su madre, vestida con andrajos, exprimía a las pitas para revender sus huevos a quien quisiera comprarlos, mientras el padre lo gastaba en las tabernas, y, ¡oigan!, todo su derecho tenía en soñar tiempos mejores. Tomó el primer carro que pudo para vivir su vida en Gijón, y allí sirvió como criada, limpiando portales, y preparando gasas en una farmacia. Ya anciana, sólo recordaba con cariño la última ocupación, quizás por ser más exótica que las anteriores. Su matrimonio, mal visto por la suegra -que, por cierto: también había vivido lo suyo: pastora de ocas en la lejana Moravia, cocinera y tendera en Viena y abnegada madre en Gijón… pero esa historia ya la contamos en su día-, le permitió dejar de trabajar bajo contrato y desempeñar una vida de relativa señoría, siempre ocultando oscuros secretos que la Nueva España no habría visto demasiado bien. Y ése, queridos míos, fue el trabajo más difícil de todos los que había desempeñado. Ver llegar al marido con los ojos amoratados, recibir la carta de su condena a muerte y, finalmente, guardar silencio para siempre. Que levante la mano quien cambie su trabajo por ése. O por el de Maruja, la hermana, viuda que para sacar a su hijo adelante se metió a estraperlista. “Debajo de les faldes“- le decía a mi abuela cuando iban juntas al Musel a por tabaco extranjero- “nun se van a atrever a mirate“, y allí que se iba, airosa, con las faldas repletas de producto.

Nora, de parranda antroxera con las amigas, rollo Rosie la remachadora o paisanu playu. Años 40.

No podría parar de contar las historias de tantas abnegadas mujeres que, en mi familia, desempeñaron trabajos que ayudaron a que sus hijos se criasen sanos y fuertes, a que la memoria resistiese siempre viva en sus descendientes, y que nos ayudaron a ser mejores personas. Casi me duele omitir las historias de mis dos abuelas, o resumir en tan pocas palabras las de mis tatarabuelas. Pero creo que ya se ha ejemplificado bien que las historias de aquellas mujeres, aquellas María Coraje que todos tenemos la suerte de haber tenido en nuestras familias, no deben caer en el olvido. Ellas no deben ser transparentes, ni sus trabajos considerados menores a los de sus cumpañeros, muy duros, desde luego, pero también más y mejor reconocidos.

Por ellas, que aunque se hayan ido, siguen estando en nuestras acciones; por las que se fueron y nadie recuerda, por las que somos y por las que quedan por llegar, feliz día de la Mujer Trabajadora. Porque despojar a este día de su adjetivo de laboriosidad no es baladí, ni inocente, ni positivo: todas fueron trabajadoras, con cotización o sin ella, con o sin contrato. El resultado de su trabajo está aquí, en nosotros mismos. ¡Bravo por ellas!