Revista Cine

Mis películas favoritas (VII): Monsieur Verdoux

Publicado el 27 octubre 2008 por Héctor

Cineastas ha habido muchísimos a lo largo de la historia, pero los auténticos genios, las mentes capaces de crear un lenguaje propio y de dominar todos los aspectos del cine, se pueden contar con los dedos de una mano. Y, sin duda, entre estos últimos estaría Charlie Chaplin, quizá el más polifacético de los cineastas. Actor, director, productor, guionista, compositor de la música de sus películas...Chaplin se convirtió a partir de la segunda mitad de la década de 1910 en un auténtico hombre-orquesta del cine. Fue el cineasta más relevante del cine cómico hasta la llegada del sonoro, y creó al personaje más famoso de la historia del celuloide, el vagabundo sin nombre con bombín, bastón, bigote y peculiares andares que aquí ha pasado a la historia como Charlot.
Por todos es sabido que el advenimiento del cine sonoro no fue del agrado de Chaplin, quien consideraba que la esencia del cine radicaba puramente en la imagen. Especialmente crítico fue con la comedia sonora, basada en el humor verbal y no en el físico, que el propio Chaplin había sublimado. Sin embargo, el que es un genio lo es en cualquier circunstancia, y Chaplin supo adaptarse al nuevo medio. Aún así, películas como Luces de la Ciudad (1931) o Tiempos Modernos (1936), realizadas en plena efervescencia del cine sonoro, presentan una escasez de diálogos casi total, y de nuevo están basadas en lo visual. El viejo Chaplin seguía en sus trece.
No fue hasta su siguiente película, El Gran Dictador (1940), cuando Chaplin por fin se decidió por realizar un film basado en los diálogos, aunque se desprende en esta cinta un gusto por la contemplación y el gag visual que no pasa desapercibido. No en vano, las mejores escenas de la película (exceptuando el memorable speech final, la primera vez que Chaplin hablaba tanto ante la cámara) son las que carecen de diálogos, como cuando Hynkel juega con la bola del mundo, una de las secuencias más memorables del cine.
Pero yo querría detenerme en su siguiente film, Monsieur Verdoux (1947). Para algunos críticos, aquí empieza la decadencia de Chaplin (sólo haría tres películas más), al abandonar la comedia pura y adentrarse en otros territorios desconocidos. En mi opinión, el cambio de género es siempre una opción valiente y digna de agradecer, y Monsieur Verdoux no es ni mucho menos una película de decadencia, sino todo lo contrario. Está basada en una idea de su "amigo" Orson Welles (que se la vendió por 5.000 dólares), e inspirada tanto en la historia real de Henri Desire Landru (asesino de mujeres en la época de la Gran Depresión) como en el mito de Barbazul. La idea de Welles era hacer una especie de documental sobre la figura de Landru, pero Chaplin optó por situar al personaje en su contexto social para realizar una crítica velada al capitalismo y a los valores americanos. Así, el film se convierte en una ácida comedia negra en la que Chaplin encarna a Henri Verdoux, un plácido empleado de banca que, tras la caída de la bolsa y la crisis económica se ve obligado a llevar una doble vida de perfecto marido y padre y a la vez de conquistador y asesino de ricachonas solteras. Es decir, un personaje que se ve abocado al crimen por las duras circunstancias en las que se encuentra. Sin embargo, nunca tenemos la impresión de estar ante un sanguinario criminal (no aparece ni una sola gota de sangre y las muertes se solucionan con ingeniosas elipsis), sino ante un educado gentleman con enormes dosis de labia y picardía. Un tipo simpático, vamos. Más todavía cuando vemos su lado sensible al perdonarle la vida a la joven que acaba de conocer y lo conmueve con su visión de la vida y el amor, o cuando, ya sin familia y sin nada que perder, asume con naturalidad su arresto y su condena a muerte.
Queda todavía sitio en esta película para el slapstick más puro (Chaplin es Chaplin), como en la divertida escena de la barca en el lago, lo que aporta un cierto toque nostálgico de otros tiempos. Así pues, estamos ante un film que navega entre la comedia y el cine negro, y que concluye con un ataque escasamente disimulado contra el american way of life, resumido en la famosa frase que pronuncia Verdoux antes de ser conducido a la guillotina por sus crímenes: "matar a una persona te convierte en un villano, matar a millones te convierte en un héroe". Esas palabras, pronunciadas en un país que acababa de soltar la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki no debieron sentar nada bien, y el propio Chaplin, un inglés que nunca se consideró americano, tuvo que poner rumbo a Europa para regresar sólo a recoger su Oscar honorífico, en una de esas vergonzosas compensaciones que hace Hollywood de vez en cuando.
En definitiva, una película para gozar del genio de uno de los grandes. Y atención a la temática, porque teniendo en cuenta como están las cosas hoy en día, no sería extraño que apareciera un nuevo Henri Verdoux. Señoras, vigilen quien les llama.

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