Para empezar, me han traído en otoño una jubilación que ya estaba deseando conseguir y a la que me he entregado en cuerpo y alma. Cada día, desde entonces, me levanto agradeciendo la posibilidad de disfrutar del tiempo a mi antojo, sin estar condicionado por más obligación que la que yo mismo me imponga. Tiempo dedicado a leer, escribir y, fundamentalmente, a vivir y gozar de la compañía de la familia y los amigos. De esta manera, como cualquier jubilado, aprovecho para andar, recorrer la ciudad y descubrir, con ojos de curioso impenitente, rincones, personajes y estampas nunca antes contempladas desde una perspectiva inédita y empática, a ras de acera y surgida de la emoción, no desde el coche, camino hacia alguna parte. Todo un regalo.
Se acumulan, por ejemplo, las lecturas, las visitas sosegadas a las librerías, a los museos, los espectáculos y las exposiciones que atraen mi interés y sacian un apetito selectivo por la cultura y el conocimiento, sin ánimo erudito, sino por el placer de saber, comprender y conocernos como seres humanos. De ello deriva una disposición diaria a la lectura reposada de autores noveles y de los que siempre he tenido predilección. Relecturas y lecturas que se rumian en el silencio mimado y atemporal que envuelve el lugar de las ensoñaciones literarias de una salita atiborrada de libros. Otro regalo inapreciable.
Como el que me hicieron los compañeros del trabajo tras sondear mis aficiones y con el que me sorprendieron hasta la emoción cuando celebramos mi despedida laboral. Sólo entonces comprendí aquellas inquisiciones sobre mis gustos y aquel afán cuasi detectivesco por mis gustos que yo relacionaba con una curiosidad lindante con el cotilleo y la intromisión a mi intimidad, sólo permitida a amigos entrañables con los que se comparten secretos y confidencias. Gracias a ellos, la fotografía despreocupada, como mera afición, se transforma ahora en un reto que exige dedicación, conocimientos y dominio de una excelente e insospechada cámara semiprofesional, cuyo uso está permanentemente unido al recuerdo de unos compañeros formidables e inolvidables. Sólo con la intención, ya generaron en mí una deuda de gratitud que nunca podré recompensar más que con mi amistad sincera. Un regalo impagable.
Pero el mejor ha sido el proporcionado por mi familia, siempre dispuesta a seguirme en mis nuevos derroteros, dispuesta a apoyar nuevas iniciativas, siempre lista para acompañarme en nuevas aventuras, en ayudarme a familiarizarme con mis nuevas rutinas y en sacar el máximo provecho a todo el tiempo del que dispongo. Mis hijos y mi esposa, incluidas esas nietas bellísimas, me brindan afectos no mediados por las costumbres, la tradición o los lazos que nos obligan, sino por el corazón, donde nacen los sentimientos. Ellos son, de todos, el regalo más valioso que me han traído los Reyes este año, sin necesidad de aguardar al día de hoy. Me hacen sentir una persona sumamente afortunada. Y eso que no creo en los reyes Magos.