La bioética es la más triste de las disciplinas. Se desarrolla en torno a debates donde sólo dos tipos de posturas son posibles: la produccièon de criaturas que generalmente rayan, cuando no traspasan, el límite de la monstruosidad, y el rechazo argumentado de lo que parecería ser el cumplimiento de los sueños más ansiados por los seres humanos.
Por otra parte, la bioética se ve de antemano condenada a la esterilidad porque, sean cuales sean los resultados de dichos debates, su aplicación es poco menos que imposible puesto que todo tipo de instituciones, civiles o políticas, que pudieran tener la responsabilidad de hacerlos cumplir, están dominadas por la corrupción, sumidas en la impotencia o lastradas por la ineptitud y la cortedad de miras.
Y por si esto fuera poco la bioética, hija de la necesidad, ha venido a nacer y a desarrollarse en un mundo donde cualquier recurso a fundamentos sólidos, ya sean teológicos o naturalistas, le está vetado.
Así pues, en el declive de una civilización occidental mercantilizada al extremo y ebria de individualismo sin subjetividad, la bioética se alza como ultimo bastión de la viva razón contra los ciegos algoritmos.
Y todos creemos saber de antemano cual va a ser el resultado.