Los 105 misiles Tomahawk mandados por Trump -ni tan nuevos ni tan bonitos, pero sí inteligentes-cayeron sobre un Centro de Estudios e Investigaciones Científicas, en las afueras de Damasco, donde se producen y fabrican armas químicas, y en dos almacenes militares, en la ciudad de Homs, que se usaban como sendos arsenales para este tipo de armamento. Eran objetivos identificados, conocidos y consentidos hasta la fecha, sin que ninguna inspección internacional de los organismos competentes ni la presión de las potencias mundiales obligaran a su clausura y al abandono de sus actividades fabriles de sustancias letales, excepto un primer ataque intimidatorio, en abril del año pasado, también con misiles, contra una base aérea del Ejército sirio en el desierto, que no llegó a intimidar al dictador guerrero, como los hechos actuales demuestran.
Pero el presidente Trump, que participa en esa guerra multilateral en el bando del dictador (2.000 soldados norteamericanos están desplegados en el país) junto a una coalición inverosímil de aliados que se odian, no estaba dispuesto a perdonar que se le tomara el pelo de manera tan descarada y se dejara pasar esa repudiable costumbre de gasear al enemigo -niños y civiles inocentes incluidos-, sin motivos ni necesidad. Era la ocasión para volver a demostrar su capacidad de liderazgo y firmeza ante un régimen que se comporta con bestial crueldad. Podía ejercer de presidente del país más poderoso del mundo justamente cuando más acorralado se sentía en el ámbito doméstico por la investigación del fiscal especial sobre la trama rusa en su elección. Por eso amenazó según suele, urbi et orbi, en 140 caracteres, sin importar caer en el mismo pecado que criticó en el expresidente Barack Obama, cuando lo acusó de ofrecer ventajas al enemigo por anunciar las represalias que pensaba adoptar su Administración, en 2013, en una situación idéntica. En aquella ocasión, el titubeante Obama, ante las promesas rusas de obligar a Siria a retirar su arsenal químico, acabó desechando las represalias militares. Al final, la promesa rusa fue incumplida y la guerra continuó desde entonces con sus inherentes matanzas y atrocidades, dejando un balance de más de 500.000 muertos entre la población y millones de desplazados de un país en llamas.
Y, como en otras represalias “quirúrgicas” anteriores, las bombas nuevas, bonitas e inteligentes no han servido para variar el curso ni determinado el final de ninguna guerra o conflicto de entre los que ha decidido intervenir el inefable Donald Trump desde que es presidente twittero de Estados Unidos. Ni la superbomba sobre los talibanes en Afganistán ni las dos veces que ha bombardeado Siria han determinado el curso de esas guerras ni erosionado la capacidad de golpear del enemigo. Los terroristas y los dictadores, una vez despejado de polvo los cráteres que provocan las bombas, siguen a lo suyo, matándose con saña como acostumbran, sangrando el país al que oprimen y haciéndolo retroceder hasta su completa ruina y desolación.