Misterio de Año Nuevo en la Estación del Norte (1920)

Publicado el 01 enero 2021 por Aranmb

Sobre la Estación del Norte se elevaban los últimos vahos del año con el que acabó la década de los diez. En medio de todo un guirigay de viajeros que corrían hacia los vagones para coger el siguiente tren hacia el Año Nuevo lejos de Madrid, los trabajadores de la Oficina de Expediciones se dispusieron a desembalar las cajas sin destinatario. Doce meses era el plazo para retirar las mercancías que llegaban a la estación: ese era el tiempo que llevaba la caja 99.710, remite en Bilbao con destino en la casa capitalina de «C. Céspedes» criando telarañas en la estación. En su interior, de no más de un metro cuadrado de volumen, los funcionarios encontraron cinco bultos, uno de ellos una cajita forrada en cinc, como de rollos para un cinematógrafo. Se venderían bien, pensó el trabajador de turno al destapar el paquete, en la subasta de objetos perdidos y de expediciones sin recoger.

Y lo hizo al tiempo que sacaba de su interior un matojo blando de pelo trigueño. Un trozo de melena rubia aún unida por los fragmentos de piel reseca que, muchos años atrás, habían conformado el cuero cabelludo de una mujer.

Así narró el suceso La Voz del 30 de diciembre de 1920.

Claro que el susto fue mayúsculo. Junto a la mata de pelo aparecieron en la caja varios trozos de vértebras humanas, un trozo de hueso temporal, un peroné, dos tibias, un húmero y varios objetos: un sello del Colegio de Abogados de Manila, con alguna fecha de la década de los 1880, varias cartas y un cliché con dos tarjetas de visita a nombre de Alcántara y Sáenz, arquitectos de Bilbao; así como las facturas de dos tintorerías de la misma ciudad, un documento de su Escuela Central de Artes e Industrias y un besamanos enviado catorce años atrás, en 1916, del presidente del Centro de Hijos de Madrid en Bilbao a un tal Carlos Céspedes y Díaz Argüelles, ignorante, doquiera se encontrase, de que se acababa de convertir en el sospechoso principal de un crimen.

El resto de objetos, por lo demás, sufrían una descontextualización tal que difícilmente podría pensarse en una lógica para su presencia al lado de los huesos. Que eran de mujer, por cierto, según certificó casi en el acto el doctor de la estación, Federico Esteban Ibáñez, y de una muerta hacía ya bastantes años, incluso décadas. ¿Y entonces? La respuesta al misterio, o la falta del mismo, se encontraba en una de las calles más castizas de Madrid: la del Marqués Viudo de Pontejos, en el número 15. En la casa que habitaba Gonzalo Céspedes Ramírez, un emigrante retornado de Filipinas de 57 años de edad.

La Estación del Norte, en los años 10 del siglo XX.

Gonzalo de Céspedes era uno de los nombres que aparecían en los documentos de la macabra caja y, por lo que se traslucía de la lectura de los mismos, el padre de Carlos de Céspedes y Díaz-Argüelles, destinatario del paquete. Pero si todos los demás papeles no aportaban más información que los nombres de los dos sospechosos, una de las cartas sí parecía, en un primer momento, poder guardar relación con los restos humanos. Y no de forma muy positiva. En un tiempo en el que el espacio en el papel era fundamental, al diario LA ÉPOCA no le dolieron prendas en transcribir todo el contenido de la misiva, en tanto en cuanto era razonable pensar que residiera en ella el origen de lo que, para el último día de 1920, toda la prensa calificó como ‘crimen’.

Remitida por Gonzalo de Céspedes a su hijo Carlos, la carta decía así:

Madrid, enero 12 1914.

Querido Carlos:

He tenido un disgusto muy grande al saber tu mal comportamiento con la nena a la que, no obstante mi prohibición de siempre, te permites pegarla con mala intención para hacerla daño, sin tener en cuenta que es una pobre niña más débil y más pequeña que tú y que no podía devolverte los golpes que la dieras. Esto, sin contar con que es tu hermana.

Verdaderamente que puedo yo morirme tranquilo sabiendo el protector que dejo para tu hermana. Si hoy, que tienes el freno de tus padres, la tratas así, el día que faltemos nosotros, ¿cómo la tratarás? ¿Será con golpes como la demuestras tu cariño de hermano?

Seguramente que si de esa manera has de seguir tratándola, cuando nosotros faltemos la pobre tendrá que huir de tu lado y ponerse a servir si no tiene otro recurso, o meterse en un asilo. Sí que podemos morirnos ya tranquilos tu madre y yo.

¿Es que tú tienes quejas de que mostremos más predilección o más cariño por tu hermana que por ti?

Si es así, dilo, y di en qué te fundas, que yo te demostraré lo equivocado que estás.

De todos modos, quiero que me contestes, y pronto, explicándome tu conducta con la nena y el motivo de haberla tratado así.

No quiero amenazarte con castigos, pues prefiero que reflexiones sobre lo feo de tu conducta, y que por el resultado de tus propias reflexiones te enmiendes.

Espero que así lo hagas, para seguir mereciendo el cariño de tu padre,

Gonzalo.

¿Dónde se encontraban ahora, seis años después de esta carta, los protagonistas de la misma?

Como ya les he adelantado en el texto, el celo del Juzgado, de la mano del agente de la Primera Brigada de Investigación Criminal, señor Laiseca, dio con el primero en apenas unas horas, y con Carlos, el segundo, en poco más: era soldado del regimiento de Covadonga. Nada se sabía, en cambio, de ‘la nena’.

Plaza de Pontejos (Madrid), a principios del siglo XX.

Nunca se supo o, al menos, no nos lo contaron. Porque Gonzalo Céspedes fue muy convincente aquel día explicando a las autoridades que, allá por el otoño de 1884, mientras residía con su familia en Manila y mucho antes de que su hijo Carlos viniera al mundo, su hermana, Blanca Céspedes Ramírez, había muerto joven, siendo enterrada, como es natural, en aquellas islas. Y que mucho tiempo después, al regresar a España, no había querido dejar sus restos solos. Careciendo de dinero para pagar su traslado legal, había decidido desenterrarlos clandestinamente y meter lo poco que quedaba de su hermana en una cajita de cinc que, sin más, se trajo consigo a España.

A España, pero no a Madrid, porque el barco llegaba a Bilbao. Temiendo ser descubierto o quizá buscando una vía más rápida para deshacerse de los huesos y la melena de la difunta Blanca, embarcó en un tren la mercancía, junto a alguna de su documentación personal, para que en la capital la recibiese su hijo, que vivía allí. La caja llegó en enero de 1920, pero nunca pudo recogerse por motivos que don Gonzalo alegaba como ‘ajenos a su voluntad’. Y ese fue el fin de la historia. Los periódicos afirman que Céspedes, padre e hijo, se enfrentaban ahora a los cargos por exhumación y traslado de restos ilegal, pero ya se descartaba por completo el asesinato o cualquier otro tipo de tinglado similar… a menos de veinticuatro horas del hallazgo del cadáver.

¿Por qué nunca se había recogido aquel paquete, aún a sabiendas de que lo que contenía podía meter en un lío más que gordo a su remitente? ¿Recordó alguien el triste destino de Blanca Céspedes a lo largo de todo el año en que estuvieron olvidados sus huesos en la madrileña Estación del Norte? ¿Por qué a nadie le pareció mala idea el enviar un paquete de huesos humanos con un conjunto de cartas que, con nombres y apellidos, acusaban a una persona de maltratar de obra a su hermana, de edad similar a la de la fallecida, hasta el punto de plantearse un riesgo para su identidad física? Y, sobre todo, ¿por qué nadie contó el final de aquella historia que, durante apenas 24 horas, apasionó al país que esa noche se tomaba las uvas de Año Nuevo? ¡Preguntas! ¡Siempre preguntas!

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