Su mano era el silencio extendiéndose, acariciando los
objetos.
A veces, esto lo insistieron, su sombra dejaba caer un talco sobre el alejamiento,
Era la hora más esperada para considerar de las distancias
sólo el arrepentimiento.
Sobre esa tierra de orillas y extremas limaduras de playa
naufragando
El hombre varó estrepitoso de espuma y de algas como si hubiese
atracado en el olvido.
Cuando removieron el ataúd, un olor escapó de nuevo al mundo
Y todos comenzaron a inventar una oración para mitigar la incertidumbre
de saberlo un espejo.
Encontraron letras en la penumbra de su pectoral y
desistieron por ello de atribuirle los días,
Supieron que los ojos de ese muerto habían avizorado la
noche más que cualquier otra desgracia
y entonces le Inventaron el timbre de su voz y aprendieron a
escucharlo en la soledad.
Su tiempo fue como el pan que acaba de salir de un horno un amanecer
después del Apocalipsis.
De nuevo, hubo martillos para sellar la imagen de esa trasegada
descomposición
Y olvidaron que antes de arrimarlo a su suerte se
ilusionaron suspendiendo en él sus dilemas.
Sin embargo, las mujeres no dejaron nunca de recolectar los crepúsculos
canturreando su sombra.
Un día se habló tanto de la vida que le inventaron que fue
necesario llorarlo para poder dormir.
Al final, todos partieron sin dejar un epitafio tenaz para
nombrarlo en la ausencia.
El candado fue puesto justo antes de que despertara y fue
como si nada hubiese pasado.
Mudos, repletos de dudas, lo devolvieron al mar; entre las olas se fue
alejando el mito, ineludible.