Abandonas Roma. Pese a tratarse de un viaje de negocios, tienes la sensación de haber disfrutado en la ciudad de unas cortas pero inolvidables vacaciones. A tu derecha, una jovencita inclina la cabeza suavemente hacia la ventanilla del avión. La suya es una cara con ángel. A tu izquierda, una hermosa mujer busca algo en el interior de su bolso. No parece sentirse perdida ni sola en la oscuridad de su ceguera. Las dos te recuerdan a ella. Piensas en vuestro último encuentro en París e imaginas lo maravilloso que sería recorrer el mundo entero en su compañía. Para materializar ese sueño, acaricias por un instante la idea de encontrar la fórmula perfecta que te revele cómo robar un millón y… Pero no eres un ladrón. Jugar a serlo se asemejaría a enfrentarse a una suerte de absurda charada. Además, ¿qué importa que no puedas permitirte el lujo de viajar a determinados lugares lejanos y exóticos? A ti te basta con ser dos en la carretera. Miras el reloj y calculas las horas de vuelo que te separan de Nueva York. Te acomodas en el asiento y cierras los ojos… Tu mente comienza a albergar los primeros acordes de la bella melodía de Henry Mancini. Ya puedes contemplarla desayunando frente al escaparate de Tiffany. Estás en casa. Audrey Hepburn sonríe dulcemente desde el celuloide y en el centro mismo de tu enamorado corazón. Para siempre.
(A G.P.)
Texto: Nuria Rubio González