Unos destellos del color de la esmeralda pasaron ante sus ojos, como si fueran millones de tallos verdes de ajo flotando en el aire. Algo le golpeó en el tobillo derecho, un golpe pesado y sordo que le retorció las tripas. Momentáneamente aturdido, cerró los ojos y advirtió que el sonido que había escuchado era su propio grito mientras se desplomaba hacia un costado. Luego sintió otro golpe sordo detrás de la rodilla izquierda. Gritó de dolor -esta vez no había ningún rechazo- y se precipitó hacia delante, cayendo de rodillas en los escalones de piedra. Conmocionado, trató de abrir los ojos, pero los párpados le pesaban demasiado y el aire cargado de ajo se los llenó de lágrimas. No obstante, sabía que no estaba llorando. Trató de levantar la mano para frotarse los ojos y descubrió que tenía las muñecas atadas con algo frío y duro que le producía dolor; dos ligeras punzadas metálicas le aguijonearon el cerebro.
Por fin pudo abrir los ojos. A través de una película de lágrimas -no estoy llorando, pensó- observó a dos policías vestidos con casacas blancas y pantalones verdes con tiras rojas a lo largo de las piernas. Descollaban por encima de él, como unas siluetas borrosas y pálidas, con sus pantalones y las manchas oscuras de sus casacas. Pero lo que más le llamó la atención fueron las pistolas y las porras negras que colgaban de los amplios cinturones de cuero artifi cial de color cordobán que sujetaban las casacas. Las hebillas relucían con el sol. Levantó la mirada hacia aquellos rostros inexpresivos, pero antes de que pudiera emitir un sonido, el hombre que estaba a la izquierda sacó un papel que tenía un sello rojo ofi cial y dijo con cierto
tartamudeo:
—Es-estás detenido.
Las baladas del ajo (2008) / Kailas
—¿Por qué sigues aquí? —le preguntó.
Rana (2011) / Kailas