'Moby Dick', de John Huston

Publicado el 19 junio 2011 por Avellanal

Consideramos a la ballena como inmortal en cuanto especie, por más que sea perecedera en su individualidad. Nadaba por los mares antes que los continentes salieran a la superficie; nadaba antaño sobre la sede actual de las Tullerías, del castillo de Windsor y del Kremlin. En el diluvio universal, despreciaba el arca de Noé, y si alguna vez el mundo ha de inundarse otra vez, como los Países Bajos, para exterminar las ratas, entonces la eterna ballena seguirá sobreviviendo, y alzándose sobre la cresta más allá de la inundación en el Ecuador, lanzará a los cielos el chorro de su desafío espumeante. (Herman Melville, Moby Dick).

Contrariamente a lo que tienen entendido muchas personas, la obra cumbre de Herman Melville lejos está de compartir los estantes destinados a la literatura infantil junto a ciertas novelas emblemáticas de Verne, Salgari o Dumas. Sin faltarle razón, John Huston aseveró: He oído decir a la gente que había leído Moby Dick cuando eran niños. Esto les define instantáneamente como mentirosos. Nadie que no tenga por lo menos quince años –y sea maduro para su edad– podría enfrentarse a esas páginas. Si se flota en la superficie, quizás pueda leerse apenas como una simple novela de aventuras marinas, pero ni bien uno se introduce en las profundidades subyacentes, los capítulos de Moby Dick se transforman en un metafísico e inaudito poema en prosa. Trasladar tan colosal obra a un guión, qué duda cabe, acaso no sea otra cosa que una empresa condenada al fracaso de antemano. ¿Es posible hacerle justicia a novelas del calibre de La montaña mágica o Madame Bovary en el cine? Idéntica pregunta se formulaba John Huston respecto a este clásico de la literatura norteamericana en su afán de rendirle un homenaje.

Moby Dick, como se ha dicho, puede ser abordada desde ángulos diversos, y precisamente de allí que sea una novela gigantesca y colosal: enorme en su propio desborde. No exagero (y probablemente me quede corto en el cálculo) si digo que una cuarta parte de sus páginas componen un auténtico tratado científico sobre los cetáceos, además de una recopilación esmeradísima de hechos históricos o leyendas que tienen a la ballena como protagonista. Por tal motivo es que, con la escrupulosidad propia de dos auténticos conocedores de la novela,  el propio Huston y Ray Bradbury pasaron el bisturí a la hora de confeccionar el guión definitivo para la adaptación cinematográfica, y quitaron todos los elementos que poco o nada hubieran aportado al conjunto del film, logrando que la amputación no conllevara la simplificación de la obra original. Para eso se centraron en, a mi juicio, uno de los personajes más fascinantes que ha dado la literatura en su historia: el capitán Ahab.

La película, si bien sigue respetuosamente el orden de la obra de Melville, se va desentendiendo (a medida que avanzan los minutos) del personaje de Ishmael, dejándolo relegado incluso por debajo de mero narrador, para obsesionarse, en cambio, con la obsesión de Ahab: su odio y su lucha autodestructiva con la gran ballena blanca se transforman en el eje central del relato. Todo lo demás son naderías. John Huston estaba convencido que Moby Dick, en la mente del monomaníaco capitán del Pequod, no era otra cosa que el infame disfraz adoptado por Dios. Al principio de la narración, cuando Ishmael entra en una sombría taberna de Nantucket, contempla con horror una espeluznante pintura en la que se aprecia una escena fatídica: un navío medio sumergido en oscuras aguas y una ballena exasperada a punto de saltar sobre la destartalada embarcación. “Si Dios fuera un animal, sería una ballena”, exclama uno de los presentes, abonando esa interpretación de Huston. En ese sentido, dijo: Se ha discutido demasiado sobre el sentido último de Moby Dick, al que se prefiere considerar como un libro secreto, enigmático. Pero en lo que a mí concierne se trata, negro sobre blanco, de una gran blasfemia. Ahab es el hombre que ha comprendido la impostura de Dios, ese destructor del hombre, y su búsqueda no tiende más que a afrontarle cara a cara, bajo la forma de Moby Dick, para arrancarle la máscara. Ergo, podríamos considerar su película como una gran, enorme blasfemia. Una blasfemia cinematográfica que incluso dejaría como un niño inocente al (supuestamente) irreverente Scorsese de The Last Temptation of Christ.

El otro personaje que destaca, aun en su breve aparición, es el Padre Mapple, quien se dirige a los feligreses de Nantucket con palabras sabias y tono profético. Esa magistral escena corresponde al bellísimo capítulo IX de la novela de Melville, y la interpretación del sacerdote recayó nada menos que en Orson Welles. Cuando se observan los fotogramas de un barbudo Welles predicando solemnemente desde un púlpito con forma de proa al que sube por una escalera colgante (Melville destina todo un capítulo aparte para describir este púlpito), se vienen a la cabeza algunos cuadros de Rembrandt: tal es la maestría con que el director de fotografía Oswald Morris plasmó en la pantalla los tonos fríos y duros que se deducen de unas páginas llenas de lirismo y aliento épico. De hecho, en el discurrir del relato se aprecia la importancia que se le confiere al uso del color, casi en sintonía con la significación que el blanco tiene en la novela.

Por otro lado, la actuación de Gregory Peck fue motivo de controversias. Defenestrado por muchos, pero defendido hasta las últimas consecuencias por un Huston que, al menos públicamente, se mostró más que satisfecho con su labor poniéndose en la piel de Ahab. En lo personal, Peck nunca fue un actor que me entusiasmara en demasía –y se me ocurre que, limitándome al star-system de Hollywood, Montgomery Clift, aunque unos años menor, hubiese sido una elección más acertada–, pero es justo decir que compone un capitán sin gestos ampulosos ni andar enloquecido, y tal como se desprende de la novela, la locura contagiosa que lo precipita hacia el abismo se transmite, en cambio, por medio de sus miradas y sentencias.

Hasta el día de hoy sigo pensando que Moby Dick, la novela, no encaja ni encajará jamás en ningún rótulo o molde prediseñado. Nos perdemos en esas páginas magistrales, sumergiéndonos en el espíritu de la aventura y en los recovecos existenciales de los personajes que habitan el Pequod, y sin embargo continuamos sin saber verdaderamente de qué se trata ese tortuoso y demencial viaje, aunque intuimos que el autor no nos habla tan sólo sobre arponeros y ballenas, sino que construye una alegoría inmensa acerca del hombre, sus limitaciones y la nostalgia sempiterna de un paraíso perdido. El largometraje de Huston, sin ser lo más destacado de su producción cinematográfica, cumple con creces el objetivo que tuvo en miras el director, y acaso sirva de medio para que aquellos que no se acercaron todavía puedan caer rendidos a los pies de la prosa de Melville.

Moby Dick (Gran Bretaña, 1956).
Director: John Huston.
Intérpretes: Gregory Peck, Orson Welles, Richard Basehart, Leo Genn, James Robertson Justice, Harry Andrews..
Calificación: 7.