La traducción de Moby Dick, de Herman Melville, empezada supuestamente el 16 de noviembre de 1936, se terminó el 10 de diciembre de 1939. Pero mucho antes de comenzar ese trabajo, durante por lo menos cinco o seis años, ese libro ha sido mi acompañante extranjero. En mis paseos por las colinas lo llevaba regularmente conmigo. Y entonces, cuando a veces me tocaba abordar esas grandes soledades onduladas como el mar pero inmóviles, no tenía más que sentarme, apoyar la espalda en el tronco de un pino y sacar del bolsillo ese libro que ya empezaba a agitarse, para sentir cómo alrededor y encima de mí crecía la vida múltiple de los mares. ¡Cuántas veces escuché el silbido de los cordajes sobre mí, el movimiento de la tierra bajo mis pies como la plancha de una ballenera, el gemido del tronco del pino que se balanceaba contra mi espalda como un mástil, pesado por sus velas bamboleantes! Y al alzar la vista de la página, me parecía que Moby Dick resoplaba allí delante, al otro lado de la espuma que formaban los olivares, en la agitación de los altos pinos. Pero cuando la noche profundiza nuestros espacios interiores, esa persecución a la que Melville me arrastraba se volvía más general al mismo tiempo que más personal. El flujo imaginativo proyectado en medio de las colinas podía desplomarse y las aguas ilusorias, al retirarse de mis sueños, podían secar de golpe las altas tierras en las que me hallaba. En mitad mismo de la paz (y por consiguiente en mitad también de la guerra) tienen lugar combates formidables en los que uno participa solo y cuyo fragor es silencio para el resto del mundo. No se necesitan océanos terrestres ni monstruos válidos para todos; cada uno de nosotros tiene sus propios océanos y sus monstruos personales. Esas terribles mutilaciones internas irritarán eternamente a los hombres contra los dioses y su persecución de la gloria divina nunca es en vano. Digan lo que digan. Cuando la noche me dejaba solo, yo podía comprender mejor el alma de ese héroe púrpura que domina el libro por completo. Al regresar caminaba a mi lado; sólo tenía que dar unos pasos para unirme a él y después, en cuanto era noche cerrada, en el fondo de las tinieblas, convertirme en él. Como si al dar un paso más largo lo hubiera alcanzado y hubiese entrado en su piel, cubriéndose de pronto mi cuerpo de su cuerpo como de un gran manto; llevando su corazón en lugar del mío, yo también arrastraba pesadamente mis heridas en los torbellinos de una enorme bestia del abismo.
El hombre tiene siempre el deseo de algún objeto monstruoso. Y su vida sólo tiene valor si la somete por completo a esa búsqueda. A menudo, no necesita ni pompa ni aparato; parece estar cautamente sumido en el trabajo de su jardín, pero interiormente hace tiempo que ha zarpado en la peligrosa cruzada de sus sueños. Nadie sabe que ha partido: parece seguir ahí, pero se halla lejos, vagando por los mares prohibidos. Esa mirada que he descrito hace un momento, esa que habéis visto, que manifiestamente no podía servir para nada en este mundo, que atraviesa la materia de las cosas sin detenerse, es así porque procedía de un vigía en alta cofa y porque estaba hecha para escrutar espacios extraordinarios. Ése es el secreto de las vidas que a veces nos resultan familiares, y a menudo el secreto de nuestra propia vida. Muchas veces el mundo conoce sólo el final de todo ese proceso: la espantosa blancura de un naufragio inexplicable que de golpe hace que el cielo aparezca cuajado de salpicaduras y de espuma. Pero en la mayoría de los casos, todo ocurre en extensiones tan vastas, con monstruos tan enormes que no queda ningún rastro, ni un solo superviviente, «y la gran mortaja que es el mar se pliega y se despliega como hace cinco mil años».
Jean Giono
Homenaje a Melville
Traducción: Susana Lauro
Editorial: Paidós
Foto: Jean Giono