Dejo atrás la renombrada Alberca para dirigir mis pasos hacia Mogarraz. Es precioso, como ya vengo contando, este paisaje “norteño” en la Sierra de Francia, que da cobijo a esta localidad tan romántica, pródiga en maravillosos edificios del siglo XVIII.
No la conocía, debo admitir, y tiene ello algo de sacrílego y reprobable, pues semejante preciosidad no debiera escapar a la mirada curiosa de ningún viajero.
El estilo estético es análogo al que encontrara en La Alberca, la misma pátina medieval, las mismas casas coloniales con balcones de madera y calles angostas de piedra vieja.
Es una delicia perderse por el torbellino laberíntico de Mogarraz; emerger ante enigmáticas casas en cuyas fachadas aparecen retratos de personas de mirada congelada. Estos rostros pintados muestran a las gentes que vivieron en estas moradas solariegas allá por los años 40, cuando el alcalde de entonces encomendara a un pintor local el trabajo de inmortalizarlos en base a unas fotos que debían aportar todos los vecinos mayores de edad para expedirles el documento nacional de identidad.