He estado viendo en el María Guerrero la magnífica puesta en escena de El Avaro, del gran Molière (pedorretas desde aquí para Shakespeare), y además de lo que me reí, encontré en una de las escenas (la cuarta del acto IV) un diálogo que parece la viva ejemplificación de la racionalidad comunicativa habermasiana, con reflejos en la estrategia (?) zapateril para la reforma laboral y otras por el estilo.
Que lo disfrutéis.
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(Para los que no conozcáis el argumento: Harpagón -el viejo avaro- ha decidido casarse con la joven Mariana, sin saber que ésta era la amada de su hijo Cleantes, quien, enfurecido por la noticia, se enfrenta a su padre; en esta escena, otro personaje, Maese Santiago, media entre padre e hijo para intentar lograr un acuerdo entre ambos).
HARPAGÓN. Quiero hacerte a ti, maese Santiago, juez en este asunto, para demostrar que tengo razón.
MAESE SANTIAGO. Accedo a ello. (A Cleanto.) Alejaos un poco.
HARPAGÓN. Amo a una joven con la que quiero casarme, y ese bergante tiene la insolencia de amarla también y de pretenderla, pese a mis órdenes.
MAESE SANTIAGO. ¡Ah! Hace mal.
HARPAGÓN. ¿No es cosa horrenda el que un hijo quiera entrar en rivalidad con su padre? ¿Y no debe él, por respeto, abstenerse de enfrentarse con mis inclinaciones?
MAESE SANTIAGO. Tenéis razón. Dejadme hablar, y quedaos aquí.
CLEANTO. (A Maese Santiago, que se acerca a él.) ¡Pues bien, sí! Ya que quiere escogerte como juez, no retrocedo; no me importa, quienquiera que sea; y deseo también remitirme a ti, maese Santiago, en nuestro litigio.
MAESE SANTIAGO. Es mucho honor el que me hacéis.
CLEANTO. Estoy enamorado de una joven que corresponde a mis afanes y recibe con ternura las ofrendas de mi fidelidad, y a mi padre se le ocurre venir a trastornar nuestro amor con esa petición que ha mandado hacer.
MAESE SANTIAGO. Hace mal, seguramente.
CLEANTO. ¿No le avergüenza, a su edad, pensar en casarse? ¿Resulta propio en él sentirse aún enamorado? ¿Y no debería dejar semejante ocupación a los jóvenes?
MAESE SANTIAGO. Tenéis razón. Se está burlando. Dejadme que le diga dos palabras. (A Harpagón.) ¡Pues bien! Vuestro hijo no es tan raro como decís, y se pone en razón. Dice que sabe el respeto que os debe. Que se ha acalorado en el primer impulso, y que no se niega a someterse a lo que os plazca, con tal de que le tratéis mejor que hasta ahora, y le deis una persona en matrimonio con la que se sienta satisfecho.
HARPAGÓN. ¡Ah! Dile, maese Santiago, que, siendo así, podrá esperarlo todo de mí y que, excepto a Mariana, le dejo en libertad para elegir la que quiera.
MAESE SANTIAGO. Dejadme hacer. (A Cleanto.) ¡Pues bien! Vuestro padre es más razonable de lo que decís, y me ha demostrado que son vuestros arrebatos los que le han encolerizado; que sólo encuentra mal vuestra manera de obrar, y que está enteramente dispuesto a concederos lo que deseáis, con tal que lo solicitéis por las buenas, guardándole las diferencias, los respetos y la sumisión que debe un hijo a su padre.
CLEANTO. ¡Ah, maese Santiago! Puedes asegurarle que si me concede a Mariana, encontrará siempre en mí al más sumiso de todos los hombres, y que no haré nunca nada contrario a sus deseos.
MAESE SANTIAGO. (A Harpagón.) Hecho. Consiente en lo que decís.
HARPAGÓN. Esto marcha lo mejor del mundo.
MAESE SANTIAGO. (A Cleanto.) Todo está arreglado; le satisfacen vuestras promesas.
CLEANTO. ¡Alabado sea el Cielo!
MAESE SANTIAGO. Señores, no tenéis ya más que poneros a hablar; héteos ahora de acuerdo, e ibais a reñir por no saber entenderos.
CLEANTO. Mi pobre maese Santiago, te estaré agradecido toda mi vida.
MAESE SANTIAGO. No hay de qué, señor.
HARPAGÓN. Me has dado una alegría, maese Santiago, y esto merece una recompensa. (Harpagón se registra el bolsillo; maese Santiago alarga la mano, pero Harpagón saca tan sólo su pañuelo, diciendo): Vete; no lo olvidaré, te lo aseguro.
MAESE SANTIAGO. Os beso las manos.
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