“Era precioso ver a la niña y a la gata corretear por las lindes. Momoko y Lala desaparecían detrás de los espantapájaros, volvían a aparecer y retozaban la una con la otra mientras el trigo dorado brillaba con el sol poniente. La brisa se colaba entre los árboles del soto, rizaba las espigas de oro y pasaba de largo hinchiéndole la falda a la niña. Momoko se ponía en cuclillas, se levantaba, echaba a correr, no se quedaba quieta ni un instante.
Creo que de ella me fascinaba ese candor infantil y al mismo tiempo, esa aura misteriosa e impropia de una niña. Momoko tenía algo que apaciguaba a la gente. Aunque fuese fría y tendiese a guardar la distancia con la otra persona, nunca me dolió que no se encariñara más conmigo. Me bastaba con que estuviera ahí. ”
Desde la muerte de su madre, Momoko no se relaciona más que con su gata Lala. Pero cuando Masayo llega a su casa para ser su preceptora todo cambia, y nace entre ellas una tierna complicidad. Masayo poco a poco se enamora del padre de la niña, mientras que este solo parece tener ojos para su nueva amiga: la bella Chinatsu. La vida sigue su curso en un ambiente de mentiras y aparente calma hasta que, cuando la nieve cubre de silencio el jardín y los campos de trigo, afloran las pulsiones más oscuras y las verdades salen a la luz.
¿De qué va la novela?
Yukiko trabaja en la casa de Masayo Hairu, una famosa pintora de 54 años. Un día encuentra en el jardín a un gato andrajoso y vagabundo, con barro seco pegado en todo el cuerpo. A ella le encantan los animales y lo mete en casa para darle algo de comer, lo baña y descubre sorprendida a una preciosa gata blanca, blanquísima. Cuando se la enseña a Masayo, esta parece quedarse como aturdida, impactada.
Señora—la llamó Yukiko--. Fíjese en la gata. . . Mire qué limpia ha quedado. Los ojos de Masayo captaron al animal y durante un instante se quedaron inmóviles. Sus manos flacas se asieron al posabrazos. Se la oyó tragar saliva varias veces, como engullendo algo duro. Una bruma nubló sus ojos y acabó por cubrirlos de blanco, como si estuviese enferma de cataratas. –Lala –murmuró la señora--. Lala. ¿Eres tú? Cogió a la gata quitándosela casi de las manos a Yukiko. Luego le envolvió la cara con la mano y el animal le lamió los dedos. Masayo se sorbió los mocos mientras abrazaba a la gata y hundía la cara en su lomo blanco.
Y Masayo aprovecha para desahogarse, lo suelta todo, rememora un fragmento de su vida de hace treinta años, algo muy fuerte sucedido en el pasado que le marcó para siempre. Hasta ahora, no ha tenido fuerzas para contárselo a nadie.
Yo. . . acababa de cumplir los veinte. Había una gata idéntica a esta. Y se llamaba Lala. Pertenecía a una niña pequeña. Era blanca, suave, mansa, muy buena. Justo como esta. Te juro que son clavadas. De hecho, pensé que era ella. Que Lala había resucitado. Me he llevado tal sorpresa que casi me da un vuelco el corazón.
Comienza a relatarle a Yukiko la historia de “Momoko y la gata”, de su gata Lala, blanca, blanquísima. Y de Goro, el padre de la niña, un pintor famoso que da clases en la facultad de Bellas Artes y que la contrata como niñera de su hija de seis años que hace poco ha perdido a su madre. Ella acepta el puesto con la condición de que él se comprometa a darle clases particulares de pintura en sus ratos libres.
Momoko es una niña muy especial, reservada, fría, de pocas palabras, que únicamente se relaciona con su gata. Duermen juntas, comen juntas, corretean juntas entre los trigales y cuando la niña se va al colegio, Lala se queda sentada delante de la puerta hasta que regresa.
Ella solo jugaba con su gata. Cerca de Lala siempre se encontraba necesariamente Momoko y donde estaba Momoko siempre se veía el cuerpo suave y blanco de Lala. Sí: parecían una solitaria pareja de pajarillos. Eran como dos tristes vidas que se hubieran quedado solas en la Tierra tras sobrevivir a la destrucción del planeta y a la extinción de la humanidad.
Muy pronto, Masayo se da cuenta de que la única manera de llegar hasta la niña, de que Momoko le abra su corazón, es a través de la gata y poco a poco consigue acercarse a ella, a ambas y poco a poco se va enamorando de Goro, soñando despierta que se convierte en la madre de “Momoko y la gata”.
Cuantas más ganas tenía yo de aproximarme a ella, más se alejaba, como si se burlase de mí. Sin embargo, cada día tenía más la sensación de que me había aceptado. Era una sensación rara. Paso a paso, Momoko iba acortando la distancia que la separaba de mí, como láminas finas y desvaídas de papel japonés. Si le sonreía, ella me devolvía una sonrisa. Aquella sonrisa de niña tan encantadora enternecería a cualquier adulto. Cuando me sonreía, me sentía feliz un instante. Y para hacérselo saber, le hablaba de cualquier cosa. Entonces la sonrisa desaparecía de golpe de su cara y una indiferencia fría como el hielo se extendía en su precioso rostro.
Entre las tres se crea un vinculo muy fuerte y Masayo se siente feliz viviendo con ellos
Abracé a Momoko y a la gata echándome sobre la cama. El animal se puso tieso y la niña sorprendida dejó de llorar. Yo no dije nada. Me quedé callada mientras las acariciaba: a Momoko, la mejilla; a Lala, la cabeza. El cuerpo rígido de la gata se fue distendiendo paulatinamente. Entonces empezó a ronronear. El aliento de Momoko me rozó la mejilla. Yo le acaricié la cara y ella cerró los ojos como si se sintiera a gusto. Nuestras tres respiraciones se acompasaron al borde del edredón, creando un pequeño espacio cálido.
Todo va bien, hasta que un día llega a la casa Chinatsu, la novia y futura esposa de Goro. Chinatsu es ese tipo de mujer que encandila con su sola presencia, pero sus dotes persuasivos no le sirven de nada con Momoko, por mucho que intente ganársela colmándola de cumplidos y comprándole constantemente pasteles y muñecas.
Las personas capaces de interpretar a numerosos personajes fascinantes para ocultar su verdadero yo, suelen encandilar a los demás y Chinatsu Koshiba era justo ese tipo de mujer. Quienes se acercaban a ella caían rendidos a sus pies. Su atractivo era, como si dijéramos, un fulgor inexplicable.
Porque a Chinatsu no le gustan los gatos, es más, los detesta y eso se nota, tanto los niños como los gatos lo notan. Masayo presiente que eso no le va a ayudar con Momoko y no ayuda. De hecho, todos excepto Goro parecen detestar también a Chinatsu.
No creo que Chinatsu detestase los gatos hasta tal punto, pero estoy segura de que, si había un animal con el que no quería compartir techo, ese era el gato. Y sin embargo, la única hija del hombre que amaba, esa niña de la que algún día querría ser madre, tenía que tener precisamente un apego tan fuerte por la gata que hasta la consideraba su madre.
Y hasta ahí puedo contar. . .
Hay tres personajes femeninos en esta historia, Masayo, la niñera y también narradora, Momoko una niña de seis años y Lala, la gata. Goro, el padre, también se encuentra entre los protagonistas de la novela, todos ellos personajes memorables, pero lo verdaderamente importante es la relación tan especial que se forja entre las chicas, una relación que empieza a verse en peligro con la llegada de la que será la nueva esposa de Goro.
Y a partir de ahí, todo se derrumba, los secretos salen a la luz, se descubren las verdades y las mentiras, suceden las desgracias. Esas desgracias sobre las que ya Masayo en su relato, nos pone sobre aviso desde el principio, haciéndonos presentir que algo muy fuerte tuvo que pasar, cosas que quizás podrían haberse evitado ¿o no?
Lo que en un principio parecía que iba a ser una novelita tierna, dulce (que también lo es) contada de esa forma especial como cuentan los autores orientales la cotidianidad, pues de repente te muestra un suspense que no esperas, una atmósfera de terror psicológico que lo llena todo.
¿Qué me ha parecido? ¿Me ha gustado?
Sí, me ha encantado, la he disfrutado y me he encariñado mucho, quizás demasiado, con esa niña en principio arisca y esa gata adorable, esa esfinge blanca, esa bola de algodón, para mí la verdadera protagonista de la historia, el alma de la novela.
Lala era una gata que, por lo general, no olvidaba cómo comportarse delante de la gente. Ni siquiera con quienes acababa de conocer. Siempre respondía de buen humor, incluso cuando en las fiestas se ponían a jugar con ella invitados a los que les apestaba el aliento a alcohol porque se habían hinchado a cerveza. Si se cansaba, huía, pero cuando alguien la llamaba por su nombre nunca olvidaba sonreír y dirigir una mirada amistosa, aunque fuera de lejos.
Resumiendo: “Momoko y la gata” me ha parecido una novela conmovedora y fascinante cargada de sentimiento, escrita con una prosa elegante y sencilla. Una historia tierna y entrañable, pero también con un lado duro y cruel. Y lo mejor. . . con un final de los buenos, tan sorprendente como terrorífico.
“Cuando una persona no soporta un animal en particular, sea un gato o sea otro, convivir con él tiene que ser un martirio inimaginable. La criatura que más odias en el mundo está delante de ti al levantarte por la mañana. Como no entiendes su lenguaje, temes su mirada, su porte, lo temes todo de él. Por mucho que huyas, siempre estará en un rincón de la casa. Notarás su presencia aunque te encierres con llave en la habitación. Oirás su voz. A veces estará tumbado a la puerta de tu habitación. Vivir así debe de ser una tortura”
Muy recomendable para cualquier lector por su intriga adictiva, pero sobre todo imprescindible para los amantes de los gatos, para todos los gatunos en general, que por aquí ya somos unos cuantos. Mi nota esta vez como no podía ser de otra manera, la máxima: