
Como en un ensueño surge el monasterio solitario, refugiado en su voluntario aislamiento. Su estructura hermosa vuelve a mostrar los tonos ya acostumbrados de piedra porosa y amarillenta con salpicaduras rojizas. La abadía benedictina del siglo XI no se puede visitar, ya que moran ahí monjes de clausura. Pero para sofocar este disgusto trivial me adentro en la cripta románica, una de las más antiguas de España.
Debemos despejar de nuestra mente toda idea o boceto de lúgubre sala subterránea que destila mortandad y descanso eterno por cada poro de sus paredes, sudario de huesos y almas antiguas. Esta cripta es luminosa y semi- subterránea. Nada de angostas y serpenteantes escaleras que te adentran en descenso hacia las fauces de un templo añoso y oscuro.

Posee altos techos con arcos apuntados que pareciera que quisieran parlamentar con Dios para conocer los misterios de su grandeza.
La controvertida y tristemente afamada desamortización de Mendizábal en el año 1836 lo dejó abandonado a su suerte para festín de los elementos destructivos de la propia naturaleza. Aún así puedo percibir su esplendor y belleza. Con las manos, delicadamente, rozo las piedras antiquísimas con tinturas de óxido de hierro amalgamado en la piedra de arenisca. La iglesia es sencilla, románico puro sin aspiraciones ni sueños de esplendor.
Aún así no puedo desprenderme de la bóveda de crucería, con esos tentáculos o nervios alargados que cruzan el techo para fundirse en abrazos con forma de arco. En el exterior me admira la belleza del pórtico del monasterio y la discreta elegancia del entorno, bañado por el remansado (tranquilo) pantano de Yesa. Volviendo a ese pórtico, que es como una Biblia cincelada por expertos canteros de la piedra, es difícil no rendirse a la belleza de las arquivoltas (arcos de piedra), donde se nos narra en explícitas figuras la condena de pecados veniales como la lujuria o la pereza. Figuras, esculturas, efigies, rostros, bustos, una historia antigua y olvidada, convertida en piedra para ilustrar a lagente llana que carecía de los conocimientos básicos para interpretar textos escritos.
Se me antoja salutífero e imprescindible para mi quebradizo espíritu inquieto e inestable, voluble, caprichoso, imaginativo y soñador, dejar atrás por unos instantes mis cuitas cotidianas y abandonar preocupaciones y ansiedades entre los muros de este monasterio, que parece conocer la receta perfecta para atenuar la migraña constante de las turbulencias que traigo conmigo desde la monstruosa y a veces desaprensiva urbe madrileña.