Monólogo de la carreta

Por Maria Jose Pérez González @BlogTeresa

Pedro Paricio Aucejo

Atrás dejamos el caudal amplio y fecundo del Guadalquivir, los interminables olivares, las zonas de floresta animadas por el agua menuda de los arroyos (¡qué de veces me he acordado en esos momentos del agua viva que dijo el Señor a la samaritana y cómo desde muy niña suplicaba yo me diese de aquel agua!). Pasaron también las sombras de los espesos sotos donde descansábamos del grandísimo calor de Andalucía, los peñascales abruptos de Sierra Morena, las veredas hondas y pedregosas en las que las ruedas se atascaban por el barro, los tortuosos atajos que nos confundían hasta perdernos, las estrechas sendas que tanto nos costó atravesar…

Todo quedó distante con el trajín de la nueva fundación: ¡bonitos estaban los caminos, agrestes resultaban los despoblados y a purgatorio nos sabía la entrada en los carros castigados por el bochorno del sol! Desabridas aparecían las posadas, a cuyo paso se oía el torpe rasguear de una guitarra mientras alguien cantaba como un gato enronquecido. Allí mulas y arrieros comían y dormían en amistosa compañía con las bestias.

Es la dureza de un viaje del que todavía nos quedan varias leguas para llegar a Ávila y engolfarme en nuestro palomarcico contemplando a Dios Nuestro Señor en el Calvario, viendo su sangre y la lanzada en su costado y el inmenso dolor de las espinas y los clavos, hasta llorar por las ganas tan grandes de sufrir por Él. ¡Y, sin tregua, ponerme a escribir en mi celda para dar a entender la ganancia que hay de arrojarnos en sus brazos! Pero, como nuestro Rey no nos guarda para la otra vida el premio de amarle, sino que en esta comienza la paga, ahora solo cuenta la responsabilidad de que Él tenga una nueva casa.

Por un resquicio del recio toldo de la carreta, percibo ya la llanada infinita del dorado cereal de Castilla. Entre sus trabados cañizos se cuela el sonido de unos trémulos álamos y, a ras de sus sólidos varales, asoma a lo lejos un cielo azul y limpio. Siento nostalgia de sus solemnes ciudades y sus altivos castillos. Mientras sueño con esto, me avisan que unos aldeanos salen a nuestro encuentro para que les bendiga. No andarán lejos quienes también me tomen por inquieta, andariega e incluso loca. ¡Hasta el Nuncio me tuvo por monja desobediente y rebelde y creyó que mejor hubiera estado encerrada en la clausura!

Pero ni unos ni otros saben que el carro en el que voy con mis hijas es un convento ambulante, repleto de una espiritualidad en movimiento, que sale de los rincones de nuestros monasterios y se abre paso por los caminos de este mundo para engolosinar las almas con las misericordias de Dios. Estas son las riquezas que llevamos dentro, en nuestro castillo interior –todo de un muy claro cristal– y que hemos de penetrar hasta llegar a la séptima morada en que se encuentra el Señor de esta hermosa y resplandeciente mansión. Cuando lleguemos allí dentro le miraremos y amaremos como Él nos mira y nos ama ya.

Cierto es que por la cubierta de la carreta pasan los calores y los fríos, se cuela el polvo, el viento y la lluvia y todas las inclemencias del ajetreo del ambiente, que hemos de soportar con paciencia hasta llegar a donde queremos: las peleas y reyertas de las ventas por donde pasamos, el bullicio de la gente que hallamos en el trayecto, el rumor de los carreteros e incluso el recuerdo de los muchos desacuerdos personales, sociales, políticos y religiosos con cuya leña arde el mundo… ¡Qué gran fatiga me dan estos, por lo que antaño determiné hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese y procurar que las monjas que están conmigo hiciesen lo mismo!

Pero, en medio de esas andanzas, nada es lo bastante importante como para que me quite la atención de estar con Aquel que me ama y a quien amo, pues el verdadero amante en toda parte ama y se acuerda del Amado. Y, como no ha menester alas para ir a buscar a Dios, sino ponerse en soledad, encerrarse en este cielo pequeño de nuestra alma y mirarle dentro de sí, nada me causa distracción para tratar de amistad con quien sé que me ama: solo esta cosa se me hace necesaria.

El mismo toldo de la carreta que me trae las inquietudes del mundo me separa a la vez de todas ellas y me da recogimiento en mi morada interior. Incluso el zarandeo de la ruta acompasa mi oración y, cuando mi reloj de arena señala que es tiempo de silencio y de rezar las Horas, toco la campanita para adorar con mis hijas a la Trinidad Santísima y, entonces, hasta los mozos –arrieros rudos y coléricos– callan por respeto. ¡Bendito y alabado sea por todo ello Dios Nuestro Señor!

Nota: Este Monólogo es una adaptación literaria del texto de GUERRERO PÉREZ, Irene, “Mirando a Teresa con ojos de mujer”, en CASAS HERNÁNDEZ, Mariano (Coordinador), Vítor Teresa. Teresa de Jesús, doctora honoris causa de la Universidad de Salamanca [Catálogo de exposición], Salamanca, Ediciones de la Diputación de Salamanca (serie Catálogos, nº 213), 2018, pp. 99-110.

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