Monólogo desde la celda 39 (reportaje)

Por Florencio

  Foto: Prestada de flickr.com
Por: Héctor Rosas Padilla
¿Es injusta la justicia a veces? Esta es la pregunta que me estoy haciendo a un par de horas de abandonar esta cárcel. Y mi respuesta es: ¡Sí, lo es! Lo puedo afirmar ya que lo estoy experimentando en carne propia. Y hasta lo podría gritar para que me escuchen todos los que ahora están a mi alrededor. ¿Pero qué ganaría con decir la verdad? ¿Cambiaría en algo mi situación? ¿Me liberarían de este uniforme y de estas esposas que estrangulan mis muñecas? Estoy seguro que dirán que soy un latino que no sabe lo que dice. ¡Se equivocan! Yo sí sé lo que digo. No tendré muchos estudios como los jueces, pero puedo darme cuenta de qué pie cojea la justicia. Porque de no ser justa la justicia, yo, Persy M., de ninguna manera hubiera estado encerrado ni un minuto en esta cárcel. Pero lo cierto es que he permanecido aquí por más de veinte días que han sido para mí los más dramáticos en mis cuarenta años de vida. Más dramáticos que los que pasé en un lugar de la selva peruana cuando era adolescente y tenía que cruzar ríos torrentosos o áreas llenas de serpientes. Sí, estos han sido mis peores días, y todo por las acusaciones de una mujer, de la madre, por desgracia, de mi hija. No es cierto que yo haya hecho caso omiso a la orden de no acercarme a ella. Tampoco es cierto que la haya maltratado cobardemente, lo juro por mi padre Cecilio que en Dios paz descanse. Pero como no tengo plata para asesorarme con un buen abogado, mejor dicho, para negociar con la justicia, estoy preso por delitos que no he cometido. Y también como ella es gringa y yo soy hispano y no hablo bien el inglés, la justicia se ha ensañado conmigo. Pero yo les voy a demostrar a todos que las cosas no han sido así. Que era ella la que rompía el rastraining order, o sea la que venía hacia mí, por dinero, a cada rato. Que yo no he cometido ningún acto de violencia doméstica. Es cierto, tengo un mal carácter, estallo en cólera cuando alguien me agrede verbalmente. Es cierto, yo no soy una monedita de oro, no lo voy a negar, pero de ahí a golpearla, a dejarle la huella de mis manos en su cara, eso no es verdad. Miente, siempre ha mentido, sobretodo, cuando no le doy el dinero que me pide… o cuando le impido que se intoxique con vino, uno de sus vicios. 
¡Pero qué días perros los que he pasado aquí! ¡Qué días tan terribles y amargos! ¡Cómo no recordar mi ingreso nada triunfal a esta cárcel, a este infierno llamado cárcel! ¡A esta pequeña jungla donde hay que sacar las garras para que te respeten! Donde hay que cuidarnos el trasero para que no nos violen. Estaba esposado como si fuera un vil criminal, y vestía un uniforme amarillo, color que odiaré mientras viva porque siempre me va a traer a la memoria esta prisión. Era grande la ira que sentí entonces por encontrarme en este lugar donde muere la libertad. ¿Para qué me han traído aquí? me preguntaba. ¿Qué crimen he cometido Dios mío? ¿A quién he matado para que me tengan así? ¡Soy inocente de los cargos de los que me acusan! me daban ganas de gritarle a mis custodios en su cara. Pero la orden había sido dado, y aquí tenía que esperar hasta el día de mi comparecencia en una corte, día que esperaba con gran ansiedad para tratar de demostrar mi inocencia, día que al fin ha llegado… 
Y cómo no recordar mis primeros días en esta gigantesca jaula donde estoy seguro que muchos justos como yo están presos, mientras los verdaderos criminales andan sueltos por las ciudades. Mientras la mujer que tiene algunos de los peores vicios y es la que no cumple con las órdenes de la corte, entra y sale de su departamento sin ninguna restricción de su libertad. “Es ella la que debe estar aquí, saboreando la sal del encierro”, murmuraba. Me parecía mentira que estuviera en esta celda horrible y apestosa, compartiéndola, al principio, con un salvadoreño que también había llegado por razones de violencia doméstica, y que fue una buena compañía para mí. Pero no era suficiente la presencia de este individuo con quien llegué a entablar una gran amistad. Yo quería ver a mi hijita, a mi hermana y a uno que otro familiar más. Ninguno de ellos daba señal de su existencia. “Dónde están mis parientes que no los veo…”, recuerdo que cantaba, en voz baja, parodiando un famoso vals peruano. “Perdón les pido si alguna vez les falté el respeto, si alguna vez les ofendí, pero no me echen al olvido”, suplicaba.
En esos primeros días recuerdo también que no probé bocado alguno, y no por un capricho, sino porque el hambre se me había ido, como también se me fue el sueño en las dos primeras noches por estar pensando y pensando en que injustamente me encontraba en el peor lugar del mundo. “Prefiero estar muerto en un cementerio, pero no en este sitio. Mi madre se moriría de pena al verme aquí”, pensaba. Solamente salía de esta celda para ir al baño a orinar o para vomitar bilis, solamente bilis, ya que nada tenía en el estómago. En estos viajecitos al baño comencé a comprender que me encontraba en un lugar sumamente peligroso, cuando vi una primera gran pelea entre pandilleros. También pude ver la clase de castigo que se le imponía a los que convertían la cárcel en un campo de batalla o cometían cualquier otro desorden o se les encontraba con drogas. La policía los pone en el “hueco” que como su mismo nombre lo dice es un hoyo muy profundo en la tierra donde uno no puede verse ni a si mismo porque la oscuridad es absoluta, según me dijo mi segundo compañero de celda, mexicano él, quien me dio un gran consejo: Si no quieres ir a parar al “hueco” no hagas problemas, y si no quieres “que te parta la madre” algún preso que haga algo ilegal, mantén la boca cerrada. “Recuerda que en boca cerrada no entran moscas”, me dijo. Desde entonces he tenido muy en cuenta este consejo. Por eso, nunca ha salido de mi boca ni una palabra a la policía sobre las guerras que he visto entre los grupos raciales que hay aquí. O de las peleas entre “sureños” y “norteños”, pandillas mexicanas que se odian a muerte. Tal vez porque siempre me he hecho de la vista gorda y nunca me he metido con nadie es que muchos compañeros de prisión quieren ser mis amigos. Tal vez también porque soy muy tranquilo y respeto bastante a las autoridades es que me he ganado el aprecio de algunos de los custodios.
Después de los seis días, y movido por el recuerdo de mi madre y mi hija, recién comencé a salir para comer y realizar ejercicios. “No puedo darme al abandono, mis seres queridos me esperan”, me decía a mí mismo. También salía para ver televisión, bañarme y jugar ajedrez con otros presos, con quienes me había hecho bien “collera”. Asimismo, para asistir a clases de computación, de inglés y sobre violencia doméstica. Los domingos comencé a ir a la pequeña iglesia que hay dentro de la cárcel. Ahí le pedía a mi patroncito San Nicolás que mi hermana me visitara lo más pronto posible. Nunca antes había sentido tanta necesidad de ver a mi hermana. Quería saber de mi hija y mi mamá. Pero ahora entiendo porque ella no llegaba, porque no recibía mis mensajes telefónicos. La razón: Es imposible que los que están afuera se comuniquen con los que estamos aquí adentro, sino depositan una determinada cantidad de dinero. También es necesario que nosotros hagamos la cita para reunirnos con nuestros parientes, gestión que desconocía, y razón por la que cuando ella quiso visitarme, por primera vez, no pudo verme. Vanos fueron sus esfuerzos para conseguirlo. Tuvo que abandonar este lugar sin verme, no sin antes dejar un dinerito para mí, y del cual yo pude disponer solamente algunos días después, de acuerdo a las reglas de la prisión. ¡Dólares caídos del cielo! ¡Dólares salidos de la cartera de mi hermana que así nomás no suelta el dinero porque le cuesta mucho trabajo ganarlos! Con ellos pude darme el lujo de comprar las golosinas de mi agrado y algunas de las cosas deliciosas que se venden en la tienda de esta cárcel, porque, a decir verdad, la comida que nos sirven aquí es para tirarla a la basura, no tiene sabor a nada. Además, es tan poquito lo que nos dan que siempre quedamos con hambre. Con ese dinero también me compré el par de zapatillas que ahora estoy luciendo.
Así como gracias a mi hermana comencé a comer cosas ricas, gracias a ella también tuve las primeras noticias de mi hija, ya que a partir de entonces empezó a llamarme más seguido para hacer realidad un encuentro entre nosotros, el cual se llevó a cabo pronto y sin ningún problema, al igual que las dos veces más que ha venido a visitarme en estos veinte días. En estos encuentros hemos hablado de la suerte que voy a correr en la corte, ya que como no tengo un abogado a quien pago por sus servicios, cualquier cosa podría sucederme, incluso una deportación que es lo más probable si es que el patrón San Nicolás no me da una manito… si es que no ilumina a los jueces. También he hablado con mi hermana acerca de mi hija y de las almas buenas que he encontrado en esta prisión. Aquí no solamente viene a dar la gente mala, la gente que es un dolor de cabeza para la policía y la sociedad. ¡Se equivocan! no todos los que llegan a este lugar son culpables de lo que se les acusa. Y si hay muchos que lo son, antes de condenarlos hay que entender que no todos hicieron lo que hicieron porque les gustar violar las leyes o porque tienen un instinto criminal. No todos son unos desalmados o facinerosos. Algunos son buenísima gente, como, por ejemplo, el peleador profesional que no se mete con nadie, a no ser cuando algún preso “maloso” quiere agredir a otro. Ahí interviene él para calmar los ánimos. Todos le respetan y le tienen cierto miedo. Este moreno musculoso salió en mi defensa cuando un “güero”, todo cubierto de tatuajes, quiso agredirme durante un partido de futbol. Desde entonces nos hemos hecho tan grandes amigos que nos buscamos el uno al otro para hacer nuestros ejercicios en el patio o jugar el ajedrez… o para ir a la iglesia. Su nombre es Naji y está detenido por motivos de violencia doméstica, según me dijo sin darme más detalles. Le voy a echar de menos ahora que probablemente deje para siempre esta cárcel, y me deporten a mi país. Claro, esto no sucederá si rechazo el cargo de rastraining order y acepto el cargo por violencia doméstica. Es una recomendación del defensor público que abogará por mí. ¿Aceptar el cargo de violencia doméstica, así no la haya cometido? Se dan cuenta cómo funciona la justicia. ¿Aceptar algo que uno no ha cometido sólo para salvarse de unas penas severas o para que las sanciones sean más suaves? ¿Qué clase de justicia es ésta? me pregunto tal vez por última vez en esta mi celda número 39, celda que abandonaré para siempre de un momento a otro para ver en una corte no sé si al rostro de la justicia o la injusticia. Celda que será habitada enseguida acaso por un delincuente convicto y confeso. O acaso por otra persona inocente como yo… persona que no tendrá el dinero suficiente para contratar al mejor de los abogados para que lo saque de esta cárcel en cuestión de minutos, así sea culpable o no de los delitos de los que se le acusa. Persona que al igual que yo se preguntará: ¿Qué clase de justicia es ésta?