Al principio de este libro autobiográfico cuesta un poco habituarse a la narración fragmentaria y plagada de saltos hacia adelante y hacia atrás de su autor, pero poco a poco uno le coge el tranquillo y termina por asumir que Montauk es una novela maravillosa. Max Frisch la publicó a mediados de los 70 y, sin embargo, parece escrita en este siglo. Es así de fresca y de actual. Un fin de semana en el que, junto a una chica, Lynn, viaja a Montauk, al norte de Long Island, le sirve a Frisch para engarzar con el pasado y contarnos otras relaciones con diversas mujeres, su visión del éxito y la fama y la escritura, su deriva no sólo sentimental sino geográfica, su amistad con escritores de reconocido prestigio (Philip Roth, Uwe Johnson, Samuel Beckett…), aspectos de su infancia… La mirada de Max Frisch sobre los Estados Unidos, donde vivió algunos años, no es muy distinta a la de, por ejemplo, Wim Wenders. Frisch se fija en aquellos detalles que a los autóctonos no les llaman la atención, les pasan desapercibidos porque tal vez estén hartos de verlos: una Coca-Cola vacía sobre la hierba, el color de las moquetas y de las lámparas de un motel de carretera, la suciedad de los vidrios, las mierdas de perro en las aceras... El ritmo narrativo de Montauk le deja a uno clavado: Frisch pasa de la primera a la tercera persona sin despeinarse, y en un mismo fragmento cambia de Roma a Zúrich, de Montauk a Berlín, de París a Nápoles con total naturalidad. Os dejo con uno de los mejores fragmentos del libro (me ha dolido cortarlo, pero era demasiado extenso), en el que se refleja bien esa naturalidad, ese ritmo de saltos geográficos y temporales, pasaje que, además, describe parte de su difícil relación con la escritora Ingeborg Bachmann: Después de sacudirme el mortero de las manos, me voy antes de que sea de día. Me marcho como alguien que tiene que llevar un mensaje urgente. LA SPEZIA. No avanzo más. Demasiado temprano para que me sirvan un café. Ningún hombre despierto, ninguno que esté en su sano juicio, todas las persianas bajadas. Ni siquiera están montando el mercado de todos los días. Ni un autobús. Se puede andar por el centro de la calzada. Me alegro de tiritar de frío en un banco público, no sirve de nada pensar, no sé en qué dirección queda el futuro. Más tarde, en la estación, después de haber estudiado sin gafas el horario de trenes, compruebo cuánto dinero tengo en el bolsillo. ¿La dejo o vuelvo con ella? A su lado sólo existe ella, a su lado empieza el desvarío. Todo eso yo ya lo sabía. Aún creo poder decidirlo como quien tira una moneda: ¿cara o cruz? Sin embargo, ya está decidido. Sólo por burla tiro de verdad la moneda, 100 liras, la recojo del suelo sin mirar si ha salido cara o cruz. Espero solamente que haya un café en esta ciudad: LA SPEZIA… Exactamente a esta hora gris de la mañana, hace dos meses: PARÍS, los primeros besos en un banco público, luego entramos en los locales donde sirven el primer café del día: a la mesa vecina el carnicero con el delantal ensangrentado, convertido en una burda advertencia. El viaje de ella a Zúrich. La desconcertada en la estación. Su equipaje, su paraguas, sus bolsas. Una semana en Zúrich como amantes y, porque lo vemos claro, la primera despedida. Ocurre de verdad: pelos que se ponen de punta. Lo vi en ella. El claro reconocimiento de que así no se puede vivir más de cuatro semanas. Mi viaje a Nápoles. Ella en la estación. Sus brazos tienen fuerza. ¿Qué podemos hacer? Al final encontramos alojamiento por casualidad. Otra vez demasiado burdo: PORTO VENERE, adonde llegamos en taxi como si viniéramos huyendo… Después he sacado la arena de las alpargatas antes de ponerme de pie, y la moneda la empleo para un café. Durante siete meses vivimos juntos, luego contraigo una enfermedad. (Hepatitis.) Tengo cuarenta y ocho años y nunca hasta entonces me había visto postrado en un hospital, disfruto del ingreso, todo blanco y con servicio. Pero, luego, el temor a perder la memoria. Por primera vez ese temor. [Laetoli. Traducción de Fernando Aramburu]
Al principio de este libro autobiográfico cuesta un poco habituarse a la narración fragmentaria y plagada de saltos hacia adelante y hacia atrás de su autor, pero poco a poco uno le coge el tranquillo y termina por asumir que Montauk es una novela maravillosa. Max Frisch la publicó a mediados de los 70 y, sin embargo, parece escrita en este siglo. Es así de fresca y de actual. Un fin de semana en el que, junto a una chica, Lynn, viaja a Montauk, al norte de Long Island, le sirve a Frisch para engarzar con el pasado y contarnos otras relaciones con diversas mujeres, su visión del éxito y la fama y la escritura, su deriva no sólo sentimental sino geográfica, su amistad con escritores de reconocido prestigio (Philip Roth, Uwe Johnson, Samuel Beckett…), aspectos de su infancia… La mirada de Max Frisch sobre los Estados Unidos, donde vivió algunos años, no es muy distinta a la de, por ejemplo, Wim Wenders. Frisch se fija en aquellos detalles que a los autóctonos no les llaman la atención, les pasan desapercibidos porque tal vez estén hartos de verlos: una Coca-Cola vacía sobre la hierba, el color de las moquetas y de las lámparas de un motel de carretera, la suciedad de los vidrios, las mierdas de perro en las aceras... El ritmo narrativo de Montauk le deja a uno clavado: Frisch pasa de la primera a la tercera persona sin despeinarse, y en un mismo fragmento cambia de Roma a Zúrich, de Montauk a Berlín, de París a Nápoles con total naturalidad. Os dejo con uno de los mejores fragmentos del libro (me ha dolido cortarlo, pero era demasiado extenso), en el que se refleja bien esa naturalidad, ese ritmo de saltos geográficos y temporales, pasaje que, además, describe parte de su difícil relación con la escritora Ingeborg Bachmann: Después de sacudirme el mortero de las manos, me voy antes de que sea de día. Me marcho como alguien que tiene que llevar un mensaje urgente. LA SPEZIA. No avanzo más. Demasiado temprano para que me sirvan un café. Ningún hombre despierto, ninguno que esté en su sano juicio, todas las persianas bajadas. Ni siquiera están montando el mercado de todos los días. Ni un autobús. Se puede andar por el centro de la calzada. Me alegro de tiritar de frío en un banco público, no sirve de nada pensar, no sé en qué dirección queda el futuro. Más tarde, en la estación, después de haber estudiado sin gafas el horario de trenes, compruebo cuánto dinero tengo en el bolsillo. ¿La dejo o vuelvo con ella? A su lado sólo existe ella, a su lado empieza el desvarío. Todo eso yo ya lo sabía. Aún creo poder decidirlo como quien tira una moneda: ¿cara o cruz? Sin embargo, ya está decidido. Sólo por burla tiro de verdad la moneda, 100 liras, la recojo del suelo sin mirar si ha salido cara o cruz. Espero solamente que haya un café en esta ciudad: LA SPEZIA… Exactamente a esta hora gris de la mañana, hace dos meses: PARÍS, los primeros besos en un banco público, luego entramos en los locales donde sirven el primer café del día: a la mesa vecina el carnicero con el delantal ensangrentado, convertido en una burda advertencia. El viaje de ella a Zúrich. La desconcertada en la estación. Su equipaje, su paraguas, sus bolsas. Una semana en Zúrich como amantes y, porque lo vemos claro, la primera despedida. Ocurre de verdad: pelos que se ponen de punta. Lo vi en ella. El claro reconocimiento de que así no se puede vivir más de cuatro semanas. Mi viaje a Nápoles. Ella en la estación. Sus brazos tienen fuerza. ¿Qué podemos hacer? Al final encontramos alojamiento por casualidad. Otra vez demasiado burdo: PORTO VENERE, adonde llegamos en taxi como si viniéramos huyendo… Después he sacado la arena de las alpargatas antes de ponerme de pie, y la moneda la empleo para un café. Durante siete meses vivimos juntos, luego contraigo una enfermedad. (Hepatitis.) Tengo cuarenta y ocho años y nunca hasta entonces me había visto postrado en un hospital, disfruto del ingreso, todo blanco y con servicio. Pero, luego, el temor a perder la memoria. Por primera vez ese temor. [Laetoli. Traducción de Fernando Aramburu]