La fuerte voz del Muecín resuena entre los acantilados rocosos de este pequeño valle perdido en el Sinaí. Un sonido ancestral que no tiene final, que recorre las cárcavas de arenisca, que sube por las palmeras polvorientas, que se introduce en las casas y penetra en los oídos de todos los que estamos aquí.
El bello de los brazos se me eriza al escuchar la llamada a la oración o Adhan repetido incansablemente durante tantos siglos. La pequeña aldea resiste el calor del mediodía con construcciones de roca de las montañas de alrededor. La ubicación de esta población totalmente mimetizada con el entorno de la Península del Sinaí tiene relación con sus alturas. Un monasterio copto con el nombre de Santa Catalina protege el camino de ascensión a la montaña sagrada que me ha traído hasta aquí.
Desde sus orígenes en el siglo VI siempre ha estado habitado por una comunidad que pertenece a la iglesia ortodoxa de Jerusalén. Aquí el profeta Moisés vio la zarza ardiente y desde aquí se toma el camino que asciende hasta la cumbre del Monte Sinaí o como lo llaman por esta región Yebel Musa. Allí la tradición cuenta que el profeta judío recibió las Tablas de la Ley en su encuentro con Dios. Por eso este lugar es importante tanto para judíos, cristianos y musulmanes.