EL CHAROLITO sólo se fiaba de su polla. Era lo único en el mundo que jamás le daría por el culo. Con arreglo a esto, es posible imaginarle la noche de autos, adentrándose en la residencial: lleva el culo prieto, el ojo avizor y la pestaña alerta. Su andar, burlón de gracia y chiste, tiene eso que llaman guapura y que tantos suspiros obliga. Los zapatos van lastrados y arrojan un soniquete que preña de ecos lo oscuro, que nos anuncia su salvaje cercanía. También su turbio origen. Se trata de un hijo de la otra orilla, digamos que de la parte baja del tobogán de la vida; crianza de negra cuna y linaje confuso; pellejo delator y un paso endiablado, el suyo, que repiquetea en las calles aún calientes, culpa del último solo de la tarde. A todo esto, y según su reloj de pulsera, pasan diez minutos de la medianoche. El perfil de la luna asoma ya entre dos casas y, a lo lejos, unos ladridos le informan sobre su condición de extraño. Sin embargo, llevado por esa familiar indiferencia que se gastan los solitarios, el Charolito sigue su camino por limpias aceras. Lo hace con garbo de torero suburbial y repeinado, curtido en la alta noche a punta de capote, directo a probar suerte.
Montero Glez. Sed de champán. El Aleph Editores, junio de 2011. Ilustración de cubierta: El Charolito, de Ceesepe.