Moonlight Serenade

Por Diebelz

El comienzo de todo fin sonó en la oscuridad. Los pasos afilados resonaban en el pasillo mientras me despertaba. Oí el murmullo y los cortados asentires de mi padre al teléfono; pero poco me importaba lo que se decían. Me frotaba el cansancio de los ojos, suspiré. Se acabó. Ya se acabó. En ese instante es cuando notas la presencia de un frío tan concreto, que se pone en hora. Es una brisa insolente que trepa y se cala en tus huesos. Ves que son las cinco y media y el insomnio palpita en tu caja torácica. El miedo revolotea tu cabeza, te toca gélidamente para espantar los sedantes tan rígidamente construidos en la negrura. Cinco y media. Es un frío fantasmagórico.
Los primeros rayos del amanecer se filtran en la casa y el aroma del café emana de la cafetera gorgoteante. Me siento junto a mi padre y hablamos de un titular que nadie escribió con tinta, ni opinó con imágenes o discutió con roncas voces. Y pese a todo, el mundo no cesa de girar: las llaves de alguien tintinean en las escaleras del edificio, los basureros rugen desde la profundidad y los aviones peinan el cielo celeste. Mi padre se reúne con sus amigos y yo comienzo a trabajar: limpiezas, comprar el periódico, la comida, enciendo la radio; derby entre potros y machos cabríos, ordeno papeles, hago esquemas, subrayo aconteceres...y de pronto me derrumbo. Inesperadamente me derrumbo. Acaso es un instante, tensas la respiración, intentas contenerte y al final la calma se apodera con el silencio. Recompuesto divago por la casa.
Hoy, la rutina, no ha sido rutina. O acaso fue rutina tal y como la definía Mario Benedetti en su día: un momento triste donde surge lo inesperado; algo inesperado que sólo es flaqueza en los contornos. Se cerró un ciclo, un mundo tan abismal como edílico. Un mundo donde plantábamos melocotones tirándoles las pipas al jardín del vecino; donde nos enseñaron a pellizcarle el culo a las camareras, a danzar con swings de jazz y voces roncas como las de Louis Armstrong (también sus gestos); donde pedíamos más lágrimas risueñas con sus chistes, mientras nos sentábamos sobre un disecado zorro. O donde vivía la leyenda del caballo blanco que pastaba bajo aquel roble milenario, que a su vez cantaba en noches veraniegas junto a nuestra casa decimonónica. En aquel mundo, cuya geografía e historias son interminables, es imposible retornar. Yo lo supe desde hace años, pero hoy fue oficial.
Todavía las navidades pasadas vivíamos un regreso a aquel mundo. Chocaron cristales, se irrumpieron tímidas risas del recuerdo, regresaron abrazos de miembros exiliados y hasta creí escuchar el himno de aquel mundo, un In the mood de la orquesta de Glenn Miller. Vivir no es fácil, es un drama. La vida transcurre sin guiones y pese a todo parece emular una película. Después, Mefistófeles parecía rondar la casa. En tan sólo unos meses, el mundo desvaneció tan repentina como inesperadamente; y tan surrealista.
Se acercan las navidades y el pasaje prometido acumula polvo. No hay retorno pero tampoco continuación. Hoy percibo la insularidad y la distancia hacia aquel mundo donde uno aprendió tanto de dos seres queridos, que hasta los tengo tatuados en mi nombre. El vinilo prosigue sus caminos y el disco de mi Opa (abuelo) revoluciona hacia el pasado. Ya no suena In the Mood sino un Moonlight Serenade. Mis minúsculas pantuflas pisan las de mi Oma (abuela). Moonlight Serenade.

Tocando a Glenn Miller o Louis Armstrong.