El sufrimiento como causa de la transformación de un ser humano en una persona insufrible… Pero los enfermos oncológicos también sufrían, y mucho, y sin embargo, su actitud era diametralmente opuesta. ¿Suavizaba el carácter el cáncer, o era la gente amable más proclive a desarrollar un tumor? Acostumbraban a reclamar, para la administración de sus delicados tratamientos intravenosos, al personal más experimentado del servicio, a quienes, además de conocer sus patologías, les conocían a ellos, al modo en que estas les afectaban. Eran grandes demandadores de cuidados que, en ocasiones, sabían más que nosotras sobre el proceso de su enfermedad; y así, blandían a menudo sus conocimientos como un arma contra el desamparo. Pero eran respetuosos. Solían serlo. Frágiles y duros a un mismo tiempo. Amables. Amables. ** Supongo que los cimientos de mi interés por la muerte se levantaron justo después del accidente de mis padres, pero no se hicieron patentes hasta el periodo de crisis religiosa de la pubertad de la que hablé en su momento; fue entonces cuando comencé a entenderla como un lugar de descanso, una cama cómoda y grande en la que abandonarse a la inconsciencia. No me asustaba desaparecer en la nada; entendía el más allá como una prolongación de este mundo, y mi alma, mi espíritu o lo que fuera, como una prolongación de mí misma en el otro. Y aunque fantaseaba ya entonces con que la muerte me alcanzaría una noche, sin dolor, tal vez porque subsistía en mi mente la costumbre católica de la vida como regalo irrenunciable, o porque sentía una viva curiosidad hacia el futuro, ni quiera en los peores momentos llegué a pensar en el suicidio como una opción alternativa al sufrimiento.
El sufrimiento como causa de la transformación de un ser humano en una persona insufrible… Pero los enfermos oncológicos también sufrían, y mucho, y sin embargo, su actitud era diametralmente opuesta. ¿Suavizaba el carácter el cáncer, o era la gente amable más proclive a desarrollar un tumor? Acostumbraban a reclamar, para la administración de sus delicados tratamientos intravenosos, al personal más experimentado del servicio, a quienes, además de conocer sus patologías, les conocían a ellos, al modo en que estas les afectaban. Eran grandes demandadores de cuidados que, en ocasiones, sabían más que nosotras sobre el proceso de su enfermedad; y así, blandían a menudo sus conocimientos como un arma contra el desamparo. Pero eran respetuosos. Solían serlo. Frágiles y duros a un mismo tiempo. Amables. Amables. ** Supongo que los cimientos de mi interés por la muerte se levantaron justo después del accidente de mis padres, pero no se hicieron patentes hasta el periodo de crisis religiosa de la pubertad de la que hablé en su momento; fue entonces cuando comencé a entenderla como un lugar de descanso, una cama cómoda y grande en la que abandonarse a la inconsciencia. No me asustaba desaparecer en la nada; entendía el más allá como una prolongación de este mundo, y mi alma, mi espíritu o lo que fuera, como una prolongación de mí misma en el otro. Y aunque fantaseaba ya entonces con que la muerte me alcanzaría una noche, sin dolor, tal vez porque subsistía en mi mente la costumbre católica de la vida como regalo irrenunciable, o porque sentía una viva curiosidad hacia el futuro, ni quiera en los peores momentos llegué a pensar en el suicidio como una opción alternativa al sufrimiento.