Es preocupante la dificultad creciente que existe en nuestro país para ejercer el derecho a pensar por libre y a expresar tales pensamientos sin que alguna persona, colectivo o autoridad no se sienta cuestionado, ofendido o atacado y enseguida solicite el silencio de quien osa proferir opiniones tan heterodoxas y controvertidas. Rápidamente, se denuncia ser víctima de un ataque intolerable a los sentimientos religiosos, a la intimidad y hasta de incitación al odio o apología de la violencia que ha de ser inmediatamente castigado. Lo más grave es que los supuestamente ofendidos cuentan a su favor con un Código Penal sumamente restrictivo que posibilita, gracias a normas y sanciones administrativas de nuevo cuño, poder castigar al discrepante y poner mordaza a un derecho inalienable. Herramientas represoras que fueron reforzadas por el Gobierno con la Leyde Seguridad Ciudadana, todavía vigente, que permite “amordazar” cualquier crítica, manifestación incluso de estudiantes o protesta callejera. Es decir, cada vez es más poderosa la capacidad para poner limitaciones y cortapisas a la libertad de opinión y expresión, hasta el extremo de recuperar la vieja censura, esa herrumbrosa pero eficaz hacha que corta por lo sano toda libertad no permitida ni tolerada. Retrocedemos a la época del miedo a la libertad, auspiciado por lo “políticamente correcto”.
Raro es el día en que no se registra un caso nuevo contra la libertad de expresión. Cuando no es una multa a un joven por hacer un montaje fotográfico con el rostro de un Cristo Despojado, es la condena a un rapero por incitar al odio y hacer apología del terrorismo con las letras de sus canciones. O el secuestro de un libro sobre el narcotráfico en Galicia a instancias de un alcalde local, o la censura y retirada de una obra en la feria de Arte Contemporáneo (ARCO) en la que se calificaba como presos políticos a los encarcelados catalanes. O el año de cárcel a una chica que se burló en las redes sociales del atentado sucedido hace cuarenta años contra Carrero Blanco. Y, así, hasta hacernos con una relación cada vez más larga de limitaciones a la libertad de expresión que, sólo en contadas ocasiones, traspasa el mal gusto para adentrarse en el insulto, las injurias y la calumnia.