Las manos forman parte de la tarjeta de presentación de las personas y son, en este caso, prueba irrefutable de que quien las estrecha sufre onicofagia. Este es el término médico que designa la costumbre de morderse y comerse las uñas. Catalogado popularmente como manía, tic, acto reflejo o pura rutina, es en realidad un trastorno nervioso asociado a la ansiedad. Quienes se muerden las uñas lo hacen porque piensan que algo placentero como roer una uña o juguetear con ella les aportará una dosis de tranquilidad. Por eso, desvían el desasosiego hacia esta práctica que por momentos se convierte en relajante y en una distracción fácil.
Pero, ¿por qué se hace? El motivo no es otro que la ansiedad. Cuando la persona no ha encontrado otros mecanismos alternativos para paliar o, al menos, controlar este trastorno, el hábito de morderse las uñas se convierte en una válvula de escape eficaz, aunque patológica, de reducir la tensión por un momento.
Con el tiempo, esta costumbre se convierte en un acto reflejo inconsciente y automático, por lo que cada vez resulta más difícil dejarlo, sobre todo, ante situaciones de estrés, nerviosismo, angustia o insatisfacción personal. Afecta por igual a ambos géneros y, aunque no es grave, se considera un problema médico sin resolver. Se desarrolla entre los 4 y los 6 años de edad. Su tasa aumenta conforme se acerca la adolescencia, con un pico entre los 10 y 11 años. A partir de esta edad la frecuencia disminuye, sobre todo, entre las chicas.
En general, el hábito se abandona por propio deseo o porque los amigos del afectado se dan cuenta y les avergüenza enseñar unas uñas mal cuidadas. Se cree que el motivo de esta diferencia entre chicos y chicas en estas edades es estético. Ellas empiezan a preocuparse por la belleza de sus manos y, por tanto, son las primeras que piden ayuda para resolver esta costumbre, hacia los 13 años.