Él es pobre y estudia arquitectura en la UNAM. Ella es rica y es chica Ibero. A pesar de sus diferencias sociales, nada evitará que se amen: no lo hará el hermano de él que es un tira torturador de la Federal de Seguridad, no podrá intervenir el papá de ella, que trabaja con el ñacañaquesco Secretario de Gobernación Luis Echeverría. Ah, pero estamos en el verano de 1968 y la tragedia acecha cuando se acerca el inicio de los Juegos Olímpicos. Se trata de Tlatelolco: Verano del 68 (México, 2012), una malhadada mezcla de Amar te Duele (Sariñana, 2012) con la teleserie de parodia política El Privilegio de Mandar. Cualquiera de las dos referencias -la cinta de Sariñana, el programa de televisión- es mejor que este fallidísimo filme que no funciona ni como denuncia histórica ni como tragedia romántico-juvenil. Como se estrena a fines de este mes comercialmente, ya habrá tiempo de escribir in extenso sobre ella. O a lo mejor no. La competencia de ficción de este día fue bastante floja. I Hate Love/Odio el Amor (México, 2012), segundo largometraje de Humberto Hinojosa (divertidísima comedia ranchera Oveja Negra/2009), inicia muy bien pero se estanca hacia la mitad y se desbarranca en un desenlace tremendista. El adolescente Ro (Christian Vázquez) pierde el oído en un accidente traumático y parece que puede recuperarlo cuando se enamora de la bonita gringuita Eve (Diane Rosse), una jovencita suicida, futura hermanastra de Cobra (Rodrigo Azuela), el mejor amigo de Ro. Los actores están bien, la cinta está competentemente realizada, pero la anécdota es mínima y el final es gratuitamente trágico. Aunque fallida, hay que aplaudir el esfuerzo de Hinojos por arriesgarse a trabajar dentro de fórmulas y géneros claramente establecidos. Primero, una comedia campirana; luego, un drama juvenil. El primer filme fue magnífico. El segundo, no tanto. Qué remedio. Peor resultó la azotada Restos (México, 2012), tercer largometraje de Alfonso Pineda Ulloa. El músico argentino Daniel (Leonardo Sbaraglia) viaja a refugiarse en el cuarto de un hotel a la orilla del mar pues su mujer, Elena (Carolina Guerra), ha tenido el mal gusto de colgarse en la sala del departamento. Mientras traga cantidades industriales de alcohol, una pareja matrimonial llega al cuarto de al lado: el ojete futbolista colombiano Luis (Manolo Cardona) y su golpeada y brutalizada esposa Ana (Ilse Salas). Ella sufre mucho porque el barbaján de su marido la deja como Santo Cristo un día sí y otro también y él también sufre rete harto cuando se acerca de su esposa. Para rizar el rizo, él es sonámbulo y consuela (en más de un sentido) a Ana por las noches, pero luego no se acuerda nada de nada. Qué suerte tiene. Para variar, revisé la cinta documental en competencia La Revolución de los Alcatraces (México, 2012), el más reciente largometraje de la especialista Luciana Kaplan (1982: La Decisión del Presidente/2009 y Privatización Ex Post/2011, ambos codirigidos con Diego Delgado y disponibles en FilmDu), una funcional, informativa e informada crónica de la lucha y ¿el triunfo? de la indígena zapoteca Eufrosina Cruz Mendoza quien, después de que le fue negada la posibilidad de ser candidata a la Presidencia Municipal de su pueblo natal, Santa María Quiegolani -pues por usos y costumbres una mujer no podía ser electa y ni siquiera tenía derecho al voto-, se convierte en una necesaria y molesta piedra en el zapato de todos aquellos que no quieren ver a las mujeres de esa parte de la sierra chontal oaxaqueña dejar el metate y el petate. La Revolución de los Alcatraces es una cinta militante y creo que, en este caso, no podía -¿ni debía?- ser de otra manera. Vamos, la lucha de Eufrosina Cruz no es sólo admirable -que lo es- sino necesaria. Por lo mismo, el filme privilegia un tono que resalta la importancia de los esfuerzos de esta mujer que, en determinado momento, decidió irse del pueblo para estudiar, pues si se quedaba ahí de seguro iba a terminar como su hermana que, a los 41 años de edad, ha tenido nueve hijos. Kaplan y su coguionista Diego Delgado son lo suficientemente inteligentes como para señalar que los "villanos" de esta cinta no son, únicamente, los emblemáticos caciques rurales -el Presidente Municipal, un tal Eloy Mendoza Martínez, resulta ser un inarticulado jilguero priísta de la peor especie-, sino los mismos usos y costumbres de la comunidad. Es decir, el documental admite que la lucha es titánica, pues es obvio que no basta con cambiar de gobernador -estamos en vísperas de la derrota del PRI en Oaxaca- y tampoco resuelve nada que la propia Eufrosina llegue a la Cámara de Diputados oaxaqueña a presidir la Mesa Directiva en calidad de diputada. El problema crucial está en las propias comunidades indígenas, en sus usos y costumbres, que hay que combatir a golpes de educación, siguiendo el ejemplo de cierto oaxaqueño más o menos conocido (un tal Benito Juárez), cuyo nombre aparece en el letrero del pueblo. Es de aplaudir que la cinta de Kaplan no idealice la cultura indígena de esta zona de Oaxaca en su totalidad, sino que muestre que, aunque es necesario conservar costumbres, lengua, tradiciones, hay muchas cosas que deben cambiar para bien. Y hay valores que las comunidades indígenas en México -y en otros países- deben hacer suyos. Valores transculturales, los llamaba Luis Villoro, y tienen que ver con la democracia, el liberalismo, los derechos civiles. En otras palabras, los derechos humanos. Al final, vemos a Eufrosina, en su calidad de Presidenta del Congreso oaxaqueño, tomar la protesta a sus colegas diputados. Y nos enteramos que, finalmente, las leyes fueron cambiadas en su pueblo para permitir que las mujeres voten y sean votadas. Y, sin embargo, el triunfo se siente anticlimático: la propia mujer dice tener miedo ante sus nuevas responsabilidades. Es obvio, además, que la lucha apenas empieza. Una cosa es que se haya cambiado la ley: falta que cambie la gente. Casi nada.
Él es pobre y estudia arquitectura en la UNAM. Ella es rica y es chica Ibero. A pesar de sus diferencias sociales, nada evitará que se amen: no lo hará el hermano de él que es un tira torturador de la Federal de Seguridad, no podrá intervenir el papá de ella, que trabaja con el ñacañaquesco Secretario de Gobernación Luis Echeverría. Ah, pero estamos en el verano de 1968 y la tragedia acecha cuando se acerca el inicio de los Juegos Olímpicos. Se trata de Tlatelolco: Verano del 68 (México, 2012), una malhadada mezcla de Amar te Duele (Sariñana, 2012) con la teleserie de parodia política El Privilegio de Mandar. Cualquiera de las dos referencias -la cinta de Sariñana, el programa de televisión- es mejor que este fallidísimo filme que no funciona ni como denuncia histórica ni como tragedia romántico-juvenil. Como se estrena a fines de este mes comercialmente, ya habrá tiempo de escribir in extenso sobre ella. O a lo mejor no. La competencia de ficción de este día fue bastante floja. I Hate Love/Odio el Amor (México, 2012), segundo largometraje de Humberto Hinojosa (divertidísima comedia ranchera Oveja Negra/2009), inicia muy bien pero se estanca hacia la mitad y se desbarranca en un desenlace tremendista. El adolescente Ro (Christian Vázquez) pierde el oído en un accidente traumático y parece que puede recuperarlo cuando se enamora de la bonita gringuita Eve (Diane Rosse), una jovencita suicida, futura hermanastra de Cobra (Rodrigo Azuela), el mejor amigo de Ro. Los actores están bien, la cinta está competentemente realizada, pero la anécdota es mínima y el final es gratuitamente trágico. Aunque fallida, hay que aplaudir el esfuerzo de Hinojos por arriesgarse a trabajar dentro de fórmulas y géneros claramente establecidos. Primero, una comedia campirana; luego, un drama juvenil. El primer filme fue magnífico. El segundo, no tanto. Qué remedio. Peor resultó la azotada Restos (México, 2012), tercer largometraje de Alfonso Pineda Ulloa. El músico argentino Daniel (Leonardo Sbaraglia) viaja a refugiarse en el cuarto de un hotel a la orilla del mar pues su mujer, Elena (Carolina Guerra), ha tenido el mal gusto de colgarse en la sala del departamento. Mientras traga cantidades industriales de alcohol, una pareja matrimonial llega al cuarto de al lado: el ojete futbolista colombiano Luis (Manolo Cardona) y su golpeada y brutalizada esposa Ana (Ilse Salas). Ella sufre mucho porque el barbaján de su marido la deja como Santo Cristo un día sí y otro también y él también sufre rete harto cuando se acerca de su esposa. Para rizar el rizo, él es sonámbulo y consuela (en más de un sentido) a Ana por las noches, pero luego no se acuerda nada de nada. Qué suerte tiene. Para variar, revisé la cinta documental en competencia La Revolución de los Alcatraces (México, 2012), el más reciente largometraje de la especialista Luciana Kaplan (1982: La Decisión del Presidente/2009 y Privatización Ex Post/2011, ambos codirigidos con Diego Delgado y disponibles en FilmDu), una funcional, informativa e informada crónica de la lucha y ¿el triunfo? de la indígena zapoteca Eufrosina Cruz Mendoza quien, después de que le fue negada la posibilidad de ser candidata a la Presidencia Municipal de su pueblo natal, Santa María Quiegolani -pues por usos y costumbres una mujer no podía ser electa y ni siquiera tenía derecho al voto-, se convierte en una necesaria y molesta piedra en el zapato de todos aquellos que no quieren ver a las mujeres de esa parte de la sierra chontal oaxaqueña dejar el metate y el petate. La Revolución de los Alcatraces es una cinta militante y creo que, en este caso, no podía -¿ni debía?- ser de otra manera. Vamos, la lucha de Eufrosina Cruz no es sólo admirable -que lo es- sino necesaria. Por lo mismo, el filme privilegia un tono que resalta la importancia de los esfuerzos de esta mujer que, en determinado momento, decidió irse del pueblo para estudiar, pues si se quedaba ahí de seguro iba a terminar como su hermana que, a los 41 años de edad, ha tenido nueve hijos. Kaplan y su coguionista Diego Delgado son lo suficientemente inteligentes como para señalar que los "villanos" de esta cinta no son, únicamente, los emblemáticos caciques rurales -el Presidente Municipal, un tal Eloy Mendoza Martínez, resulta ser un inarticulado jilguero priísta de la peor especie-, sino los mismos usos y costumbres de la comunidad. Es decir, el documental admite que la lucha es titánica, pues es obvio que no basta con cambiar de gobernador -estamos en vísperas de la derrota del PRI en Oaxaca- y tampoco resuelve nada que la propia Eufrosina llegue a la Cámara de Diputados oaxaqueña a presidir la Mesa Directiva en calidad de diputada. El problema crucial está en las propias comunidades indígenas, en sus usos y costumbres, que hay que combatir a golpes de educación, siguiendo el ejemplo de cierto oaxaqueño más o menos conocido (un tal Benito Juárez), cuyo nombre aparece en el letrero del pueblo. Es de aplaudir que la cinta de Kaplan no idealice la cultura indígena de esta zona de Oaxaca en su totalidad, sino que muestre que, aunque es necesario conservar costumbres, lengua, tradiciones, hay muchas cosas que deben cambiar para bien. Y hay valores que las comunidades indígenas en México -y en otros países- deben hacer suyos. Valores transculturales, los llamaba Luis Villoro, y tienen que ver con la democracia, el liberalismo, los derechos civiles. En otras palabras, los derechos humanos. Al final, vemos a Eufrosina, en su calidad de Presidenta del Congreso oaxaqueño, tomar la protesta a sus colegas diputados. Y nos enteramos que, finalmente, las leyes fueron cambiadas en su pueblo para permitir que las mujeres voten y sean votadas. Y, sin embargo, el triunfo se siente anticlimático: la propia mujer dice tener miedo ante sus nuevas responsabilidades. Es obvio, además, que la lucha apenas empieza. Una cosa es que se haya cambiado la ley: falta que cambie la gente. Casi nada.