El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, cuya primera parte fue publicada en 1605 y la segunda en 1615, es una novela escrita por Miguel de Cervantes. Se considera la obra cumbre de la literatura en lengua española y una de las mejores elaboraciones literarias jamás realizadas. La obra, que narra las peripecias del “caballero” Don Quijote de la Mancha, un hombre que ha perdido el juicio tras leer tantos libros de temática caballeresca, y de su fiel escudero Sancho Panza; es una sátira al ya mencionado género caballeresco. También es citada como la primera novela moderna, y la influencia de esta en la literatura posterior es más que fundamental. Innumerables son las críticas e interpretaciones hechas de esta obra, muchas por grandes autores, llámense Thomas Mann o Miguel de Unamuno. Seguramente la gran mayoría sean mejores que la que yo les expongo, pero intentaré comentar, en la medida en la que me sea posible, una obra de tal envergadura.
Antes de comenzar a leer Don Quijote, meramente esperaba encontrarme con una buena, cómica y desmesuradamente larga novela de aventuras. Y la verdad, es que al terminar la primera parte, mi opinión no distaba demasiado de la original. Pese a dejarme con buen sabor de boca, he de admitir que todo me “sonaba” demasiado (aquellas celebérrimas aventuras que ya son parte de nuestra cultura popular), y que una vez finalizado el maravilloso relato de Cardenio (el cual inspiró al mismísimo Shakespeare para escribir una comedia hoy día perdida) la lectura me resultó un tanto tediosa. Pero al leer la segunda parte, no pude evitar cambiar de juicio y observar que, si bien seguía teniendo ese componente cómico, Don Quijote es mucho más que una novela de humor. En especial la segunda parte, es una obra rica en temática, ya sea en cuanto a justicia, al amor, la locura o a la frágil y triste condición humana, y por tanto, existencialismo.
¿Existencialismo?Quizás no haya leído bien el libro (cosa probable) o la locura del Caballero de la Triste Figura recaiga también en mí, pero desde mi punto de vista, Cervantes describe, cuatro siglos atrás; la gran mentira y la gran duda sobre las cuales se cimienta la existencia humana. Nuestro gentil caballero se encuentra en la segunda parte de sus aventuras con que ya han impreso la primera parte de ellas, y para colmo una continuación falsa de estas; y en su caminar se encontrará con unos duques que le acogen en su castillo, a él y a su fiel escudero. Pese a ser objeto de todo tipo de burlas, él seguirá creyendo que lo que ve es la verdad. ¿Acaso no es justo lo que pasa en los tiempos que corren? Ese castillo no es más que una metáfora de la vida de hoy. Vivimos creyendo que todo lo que se nos cuenta es real, que bajo el velo de la democracia somos felices y estamos completamente protegidos, cuando todo es una triste, sucia y burda mentira. Y mientras vivimos nuestras mediocres vidas, creyendo e intentando aparentar (a través del múltiple elenco de redes sociales) ante los demás que somos felices y que nuestra vida es maravillosa, no nos damos cuenta de quién es el Gran Hermano, de quiénes son esos “duques” que nos controlan y maneja todo a su antojo y capricho. Pero nosotros intentamos autoengañarnos, autodiciéndonos que es falso todo esto que dice el loco de turno, al mismo modo que Don Quijote se engañaba creyendo que había sido encantado. Ese Don Quijote del último capítulo, Alonso Quijano el Bueno, es el hombre que se da cuenta al fin de todo, de cómo es la vida y de su triste condición de ser humano. Y qué decir de la tan ansiada ínsula que termina gobernando Sancho Panza. La ínsula de Barataria no es más que un Seahaven de principios del siglo XVII, aquel pueblo ficticio en el que transcurre El show de Truman, una ficción; o el dilema de Segismundo, el protagonista de La vida es sueño, que no sabe qué es verdaderamente real, si los barrotes de su celda o la corte que ahora le acompaña. Llamémoslo el show de Truman o llamémoslo La caverna de Platón, la cuestión es que los dos protagonistas desta verdadera historia son víctimas también de ese “síndrome” que se resume con la siguiente cuestión: ¿Es esa cosa llamada vida, todo lo que vemos, verdaderamente real? Cervantes ya se hace eco de esa cuestión que también se plantearían Calderón de la Barca, Descartes o incluso Queen. Solo basta con escuchar el principio de Bohemian Rhapsody: “Is this the real life? Is this just fantasy?"
Y ahora, dejando a un lado todas estas divagaciones, hablaré acerca de la ética y la justicia en Don Quijote. Y es que, al vivir en un mundo (o quizás sería mejor decir un país) en el que el funcionamiento correcto de la justicia tiende a cero y en el que nos alegramos y nos regocijamos constantemente con el fracaso del compañero, además de intentar siempre que se pueda ponerle la zancadilla; veo en la figura de Sancho Panza (el Sancho Panza “quijotificado” de la segunda parte, momento en el que ya es difícil de saber qué locura es más elevada, si la de su señor o la suya) y su compañero Don Quijote (en la aventura de la ínsula se tornan los papeles) unos gobernantes idóneos para mi país, España. Unos sustitutos idóneos de esa “casta” que lleva años de turno en el poder, y de esa otra “casta”, que dice no serlo pero no dejan de ser más de lo mismo. Sancho Panza, pese a apenas saber leer y escribir y estar tan poco cuerdo como su amo; es un hombre de gran corazón y con un gran sentido de la justicia, no le hace falta un máster en economía o una tesis doctoral “cum laude” en ciencias políticas para intentar gobernar buscando el beneficio de su territorio y no el suyo propio (cosa que bien podrían aprender los políticos de este país. Pero claro, cómo van a aprender de Sancho si ni siquiera es lectura obligatoria en Bachillerato…) Lástima que pese a su buena voluntad, fuese pisoteado (literalmente) y desistiese de seguir en su cargo ficticio.
Y al igual que los políticos podrían aprender de Sancho, todos podríamos aprender del sentido ético-moral de Don Quijote, ya que, en los consejos que preceden al gobierno de Sancho, pese a poder resultar demasiado “cristianos”, observo en ellos un gran ejemplo de verdadera justicia, y además de compasión. Porque si Don Quijote le dice a Sancho: “Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva; sino con el de la misericordia”, nosotros la clavamos hasta matar al ajusticiado, mientras otro que sí merezca ser ajusticiado de verdad y con mayor “saña”, no lo será.
Y Don Quijote, pese a ser un chiflado, un tarado mental sin juicio alguno en la primera parte, que hará más reír que reflexionar, el de la segunda parte es un hombre sabio y razonable que hará dudar a los personajes, como al caballero del Verde Gabán, acerca de si es alguien lúcido o un loco sin remedio. Yo pienso que el Caballero de los Leones (como él mismo se autodefine) no es más que un sujeto sediento de justicia, de bondad, con unos grandes ideales que aportar al mundo. Él vio en las novelas de caballerías ese “prototipo” de bien que se ha de realizar, pero podría haberlos sacado de cualquier lado. El problema con el que se encuentra el de la Triste Figura es que la vida, sea un sueño o no, no es un libro con final feliz; la vida es vil, cruel, triste e infausta, pese a tener momentos cómicos y agradables.
Alonso Quijano es ese hombre que se ha dado cuenta de todo, que capta ya el sentido trágico de su existencia, que no sirve de nada ser un idealista ni entregar tu vida por una causa justa. Es imposible. Cervantes ya se dio cuenta de esto hace cuatrocientos años. Cualquiera que intente hacer algo mejor este bello mundo que padecemos se dará de bruces con un muro. Aun así defiendo el ideal de vida de nuestro entrañable caballero, cualquiera como él gozaría por siempre de mi respeto y admiración personal. El problema es que ya no hacen falta más caballeros andantes, ya que quienes mandan, aquellos “duques”, se han encargado, y muy bien además, de que creamos que no es posible cambiar nada. Pero incluso con esas, pienso que no debe haber nada más bello que salir, lanza en mano, dispuestos a cambiar el mundo, aunque al morir nos demos cuenta de que fuimos unos mentecatos. Morir cuerdo y vivir loco, como reza el emotivo epitafio de Sansón Carrasco.
¡Y no hablemos del amor! Pese a que sea muy escéptico en este tema, en ocasiones algo “schopenhaueriano” y muy reacio a creerme todo lo que dicen esas películas de amor típicas de domingo aburrido o libros como El amor en los tiempos del cólera; solo tengo que decir que: ¡Bienaventurada aquella que sea amada por un Quijote! Porque en una época donde el donjuanismo se ha hecho con el control en el campo del amor y ya poco importan los sentimientos de verdad, solo el mero placer de una cópula; el ideal amoroso de Don Quijote es algo también que podría considerarse de lo más bello que podría existir. Hasta yo, que como ya he dicho, soy un escéptico en este sentimiento, me sentí conmovido por cómo Don Quijote, tras ser derrotado por el caballero de la Blanca Luna (en realidad Sansón Carrasco) y perder la honra, sigue afirmando que su amada Dulcinea es el ser más hermoso sobre la faz de la Tierra. Si ya sus ideales fracasaron, ni siquiera pudo decir que tuvo amor.
Don Quijote es un libro “tragicómico”. Generalmente divertido y gracioso, nos muestra también el amargor de la vida, la injusticia de esta y sobre todo la injusticia que se produce con aquellos que intentan hacer el bien. Sin embargo, pienso que da una importante lección de vida, nos enseña a luchar por unos buenos ideales y a ser mejores personas. Animo a cualquiera a leerlo, puesto que es el pilar básico de nuestra literatura y una obra que, pese a su gran extensión, leída poco a poco puede ser gratamente disfrutada, en especial la segunda parte. Termino este comentario diciendo que no entiendo la “manía” que se le tiene a Don Quijote por parte de los españoles, cuando debería ser el libro que todo español debería leer al menos una vez en su vida. Si Don Quijote hubiese sido alemán, seguramente habría en Berlín una estatua en su honor tan alta como el Reichstag; pero Don Quijote es español y parece que nos da vergüenza alardear de lo nuestro. No lo entiendo…