El día 8 de agosto desembarqué en el puerto de Palma con el jeep, mi mujer y tres perros en el maletero para disfrutar de un par de semanas de vacaciones en la isla. La semana anterior, había leído varios artículos sobre turismofobia y el modelo erróneo que, para muchos, ha potenciado el alquiler turístico —como este, o este otro— y, en concreto, plataformas de alquiler vacacional como AirBNB, pero confieso que no esperaba que el panorama me persiguiese a las Baleares.
En el contexto actual, se han unido múltiples cuestiones que han terminado por crear un caldo de cultivo cuyos ingredientes son difíciles de identificar: una oferta enorme, dinero fácil, rentas medias bajas, paro u oferta laboral estacional… De ahí, afloran platos que provocan empachos, y que permiten en la Barceloneta (o en Palma) alquilar pisos de veinte metros cuadrados a trescientos euros por noche.
Con el ferry a nuestras espaldas, cogimos el paseo marítimo y enlazamos con la Ma-19 hasta el Arenal; recuerdo que, pese a mis cinco o seis veranos en Mallorca (dos de ellos completos, pues vivía aquí), jamás había encontrado un atasco en ninguna autopista a las siete de la mañana. Poco a poco, esta situación se normaliza, mientras el Govern Balear lanza dos medidas que demuestran que el verano se les ha descontrolado por completo: limitar el número de coches de alquiler en 2018 y perseguir todos los pisos arrendados que no cuenten con una licencia de alquiler vacacional.
Aquí, igual que en la Barceloneta, muchos se echan las manos a la cabeza y critican la turismofobia, alegando que esta actividad es sinónimo de riqueza para los municipios; sin embargo, otros no lo tienen tan claro, y no solo ven un proceso de gentrificación global asociado, sino que incluso temen ser expulsados de sus barrios o localidades en el futuro. Los turistas, no obstante, no entienden exactamente cuál es problema y, cuando lo entienden, se sorprenden de que, en un país donde el modelo social caló durante varias décadas, se permita que el neoliberalismo económico impere a sus anchas incluso en los mismos bienes de primera necesidad.
Para asegurar las letras que aquí transcribo, no he perdido la oportunidad de (re)visitar algunas de las grandes atracciones turísticas de la capital (la catedral, el marítimo, la lonja…) y algunas de las que se esconden por la isla: Coves del Drach, es Trenc, la Iglesia de Sant Bartomeu, en Sóller, o la Cartuja de Valldemossa por nombrar solo cuatro. Todas y cada una de ellas, todas estas, y muchas otras, están atestadas hasta la bandera. Están atestadas hasta llevar el turismo balear al extremo contrario que vivió hace unas pocas décadas: de las visitas minoritarias de una de las joyas del Mediterráneo a la masificación descontrolada y alegal a la que nos enfrentamos hoy. Quizá ni uno ni otro; quizá el éxito no puede ser minoritario, pero ¿debe morir entre marabuntas que no están dispuestas a pagar una habitación de hotel o una copa en la discoteca?
De todo esto también hay dos caras. El Arenal es el ejemplo más cercano que encuentro: aquí, el turismo de sol y playa se amontona pese a los nuevos hoteles de cinco estrellas que han brotado en la zona; en las tiendas de souvenirs de todo el municipio se venden cubos con cervezas y botellas de licor por unos pocos euros. Si preguntas en los comercios, nadie quiere al turista que gasta poco y ensucia mucho, nadie quiere al turista que atrae a los trileros, al descontrol y afecta a los vecinos, y, sin embargo, ¿qué se puede hacer? Cuando les dices que no tienen licencia para la venta de alcohol, contestan: “De algún modo, tendremos que ganarnos la vida con este turismo de mierda.” Es la pescadilla que se muerde la cola: seguimos sembrando con las peores semillas, pero nos sorprende recoger lo que recogemos.
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