Contemplo con verdadero estupor no exento de horror la reciente noticia aparecida en los medios internacionales del suicidio de un farmacéutico jubilado de 77 años frente al Parlamento griego. Alegó entre los motivos para abandonar este ingrato mundo antes de apretar el implacable gatillo en su sien que estaba acuciado por las deudas y que prefería morir antes que mendigar por las calles. No es el único suicidio que se produce en el país heleno en los últimos meses y días, pero quizá por su especial patetismo la muerte de Dimitris Christoulas es la que más profundamente ha conmocionado a sus propios compatriotas.
El farmacéutico había llegado al límite, había agotado todos sus recursos, sentía que en su vida ya no existían motivos para seguir recorriendo el camino de su vejez económicamente precaria. Lo tenía todo perdido, no veía luz al final del túnel, la crisis económica que asola a su país como a ningún otro le ahogaba y optó por la opción más drástica y desesperada, la de quitarse de enmedio.
Por desgracia, estas muertes no ocurren sólo en el aún hoy por hoy paradigma nacional del drama económico europeo, aunque no lo anuncien asiduamente los medios de comunicación más que en contadas ocasiones, ya que desde siempre se ha sabido que suicida llama a suicida (de esto nos puede decir mucho Durkheim en su tratado sobre esta patología psicológica desde una perspectiva sociológica). También en nuestro país los suicidios crecen como salida a una situación límite o insostenible.
El suicidio de este jubilado pone a prueba a la Eurozona y por extensión a los gobiernos europeos para que afronten con responsabilidad, ética y compromiso ciudadano unas medidas económicas racionales, que eviten poner contra las cuerdas a unos países que ya de por sí necesitarán de muchos años para salir del barrizal que, en el caso de Grecia, las mismas élites políticas produjeron por incompetencia, entre otras causas.