Con la llegada del año nuevo afloran los propósitos con los que enmendar los excesos cometidos en el calendario que ahora se cierra. 365 días, uno más si hablamos del año que nos deja, de abusos que como por arte de magia, como si no hubieran estado ahí durante el resto del año, descubrimos al mirarnos en el espejo cada uno de enero. Una visión que dispara las alarmas y que se traduce en el irrefrenable impulso de apuntarnos al gimnasio. Un acto casi reflejo y que tenía por una leyenda urbana hasta que ayer mismo presencié como un nutrido grupo de personas esperaba en fila, una tras otra, para formalizar su inscripción junto al mostrador del establecimiento de una cadena de gimnasios low cost.
Debo reconocer que lo mío con los gimnasios es una especie de relación amor odio. Me encantaría ir. De hecho me fijo en ellos con especial interés. Hasta he llegado a pagar una anualidad por adelantado para convencerme de acudir a diario y machacarme sobre alguna de esas maquinas. Sin embargo, y a pesar de que el desembolso a veces ha sido verdaderamente importante, no he conseguido deshacerme de la pereza que me produce desplazarme hasta la sala de musculación e intentar subirme a la bicicleta antes de que alguno de los musculosos parroquianos me quite el sitio.
Por suerte, la bicicleta estática es uno de los aparatos de fitness más domésticos que podemos encontrar y por tanto no es necesario acudir al ‘gym’ para ejercitarse en ella. Ese concepto fue precisamente el detonante de mi reconciliación con el ejercicio físico. Solo tenía que buscar poco más de un metro cuadrado libre donde poner el aparato en casa y decidir cual se ajustaba mejor a mis necesidades. Es curioso, pero la compra de una bicicleta estática requiere de algunas valoraciones que van más allá del precio. En mi caso, fue precisamente la falta de espacio lo que más influyó en la decisión. Afortunadamente, hay modelos plegables y ligeros que permiten instalarlos en cualquier sitio y, una vez completado el ejercicio, volverlos a guardar evitando que se conviertan en un estorbo.
Ahora que ya disfruto de las ventajas de hacer ejercicio sin tener que desplazarme y sin preocuparme de la climatología ando en busca de dar un paso más, y nunca mejor dicho. Para quienes mover las piernas es una prioridad, las cintas de correr baratas son todo un objeto de culto, aunque aquí la elección se complica. Bien es verdad que también las hay plegables y verdaderamente económicas, pero variables como la velocidad a la que pretendamos correr, nuestro peso o la amortiguación hacen necesaria la consulta con un especialista y, ya que estamos, preguntarle por un buen par de zapatillas. En definitiva lo que queremos es correr.
Mientras le encuentro sitio a la cinta de correr, en mi caso “de andar”, sigo con mis particulares subidas al Tourmalet mientras veo los informativos matinales de la tele y me congratulo de tener “la estática” sobradamente amortizada. Ahora, mi propósito del uno de enero lo utilizo para otra cosa.