La noche de Halloween (en su original inglés, ”All hallow’s eve”, la víspera de todos los santos) es una fiesta pagana de celebración del sol, cuyo éxito en países católicos llama la atención –aún más cuando tenemos el preceptivo “día de todos los santos”- aunque no deja de tener detrás razones bien comprensibles. Podemos atrever algunas de ellas.
En primer lugar, hay que entender la capacidad del imperio de imponer sus modelos culturales (los valores dominantes, dijo Marx, son los valores de las clases dominantes). Si en pueblos del Caribe celebran a un gordo abrigado para burlar la nieve y guiado por recios renos, no parece extraño que en Madrid la gente se eche a la calle vestida de hada de Walt Disney o de vampiro hollywoodense. No hay que dejar de lado también la crisis económica. Si los grandes almacenes agotaron los días en donde la elegancia social del regalo debía ejercerse –en sociedades sin tiempo para el amor que buscan compensarlo comprando mercaderías que cubran la falta de cariño-, Halloween ha venido a ofertar una nueva excusa para hacer gasto. Es también importante reseñar el agotamiento de las propuestas católicas, empeñadas en reprender, asustar, castigar y amenazar. Vestir a tu hijo para la primera comunión va a obligarle de por vida, mientras que disfrazarle de osezno tiene detrás la diversión de inventarnos nuevas identidades (una vez más, una manera de burlar a la parca escondiéndonos de nosotros mismos) y muy pocas obligaciones, algo que se agradece en sociedades poco dadas al esfuerzo y acostumbradas al hedonismo. Para cerrar el círculo, en nuestras sociedades marcadas por el miedo, con un pasado que ha perdido interés y un futuro incierto, sin garantías laborales, habitacionales, sentimentales ni culturales –donde ya no hay certezas, donde todo es fugaz, vertiginoso, líquido-, el culto al horror parece que juega el mismo papel que la convocatoria a la muerte de los pueblos antiguos. Convocar para conjurar. Eso nos daría cuenta del gusto por el cine de terror o catástrofes, las películas de zombies o vampiros, la tentación del suicidio, el consumo televisivo de la muerte y, también, la fiesta de Halloween, manera dulce e inocente de ese diálogo con la inevitable.
Viendo Inside job, Marginal Call o Debtocracy, peliculas recientes e indispensables que tratan de cómo una reducida secta de satánicos se reúnen para beber la sangre de sus millones víctimas –que no viajan con escobas, sino en helicóptero-, parece evidente que el verdadero Halloween es el que marca el aquelarre neoliberal. Celebrado por encorbatados pistoleros –y algunas pistoleras, cierto que pocas- y tolerado por los sacerdotes políticos –y alguna sacerdotisa, aquí más presentes- que hoy gobiernan a través de los ejecutivos y los parlamentos, mañana a través de Goldman Sachs, del FMI, del Banco Mundial o de las agencias de calificación.
“Truco o trato”, reza la crónica que ofrecían la noche de difuntos los que llamaban a las puertas de las casas reclamando la ofrenda a los dioses de la noche. Aquí y ahora sólo hay truco. El del Banco Central Europeo, nombrando al que fuera Vicepresidente y socio de Goldman Sachs –empresa responsable de falsear las cuentas de Grecia para incorporarse al euro-, Mario Draghi, como Gobernador de la máxima entidad emisora de Europa; el de Mariano Rajoy, que en vez de presentar un Programa electoral presenta una “lista de tareas” en una rueda de prensa donde no se permiten preguntas. El de las autoridades europeas, que siguen drenando fondos para los bancos mientras la soga aprieta más el cuello de la ciudadanía. El de la socialdemocracia, que no se atreve a decir que con estas reglas de juego sólo le queda parecerse a los que generaron su nacimiento hace casi dos siglos.
La pagana fiesta de Halloween coincide con el otoño, la estación en que se caen las hojas y se anuncia el invierno. Recordatorios de la fugacidad de las cosas. El comienzo de la etapa oscura. Metáfora incomparable del neoliberalismo. El que hemos tenido, tenemos y promete agravarse si no se agudiza la oposición a las decisiones de esa minoría ávida de sacrificios ajenos.
De lo contrario, más de uno lamentará no haber guardado la pulpa de la calabaza para poder comérsela cuando arrecie el hambre.