Si estáis lejos de vuestra familia estas Navidades, o si directamente os aburren vuestros parientes, un buen sustitutivo es Muchos hijos, un mono y un castillo. El documental del actor Gustavo Salmerón consigue el pequeño milagro de hacernos sentir, durante 90 minutos, parte de su familia. Esto se debe a la honestidad con la que muestra a sus parientes y su peculiar idiosincrasia. Salmerón ha hecho una película tan desquiciada como divertida, algo así como el vídeo casero más gracioso -y bonito- de la historia. Y el primero que alguien ajeno a la familia protagonista querrá ver. En el centro de todo está Julita, matriarca del clan Salmerón, que hace bueno -por segunda vez en la historia, tras la de Paco León- aquello de "mi madre es un personaje". Julita es una mezcla explosiva de inocencia e ilusión, con la sabiduría que aportan los años sobre los reveses de la vida. Tengo que destacar especialmente su capacidad asombrosa para hablar de temas profundos -casi siempre de la muerte- para luego rematar su discurso con una ocurrencia excéntrica, que provoca auténticas carcajadas. La película de Salmerón está hecha con el detrás de las cámaras, con los gazapos, con la vida que surge cuando los protagonistas creen que ya no se está grabando. El montaje hace de estos momentos una comedia fantástica, que un guión literario tendría complicado igualar. Pero no se equivoquen, Julita acaba "interpretando", entra en el juego de su hijo y domina cada plano como si fuera una actriz cómica consumada. Alrededor de ella conoceremos a la familia Salmerón, un padre y muchos hermanos, que forman algo así como un coro para Julita y sus ocurrencias. La más grande de estas, sin duda, la de comprar el castillo del título, cuya mudanza constituye el episodio principal de la historia, dejando al descubierto la agobiante capacidad de esta gente para acumular trastos, muy cerca del síndrome de Diógenes. Muchos hijos, un mono y un castillo sorprende por su capacidad para hacer reír, para divertir, y para provocar sentimientos por los Salmerón, por los que llegamos a sentir una mezcla de pudor y de amor. Como si fuera nuestra propia familia.