El hombre que cambió el rumbo de España, que tuvo que ser un líder cuando nadie lo era, y ganarse la confianza de una ciudadanía que venía de vivir cuarenta años de dictadura, Adolfo Suárez, murió ayer en Madrid a los 81 años. Su muerte, una crónica anunciada que ya adelantaba a la prensa su hijo el pasado viernes, diciendo que el fin del expresidente sería “inminente” en 48 horas. Suárez murió en la cama, rodeado de los suyos y, según su propio hijo, sin recordar siquiera que un día fue Presidente y, quizá, el hombre más importante del país durante una época confusa y difícil. Su brillante estela política que se desgastó poco a poco en el tiempo, y su tragedia personal (con la muerte de su mujer, Amparo, y de su hija, Mariam, además de la enfermedad neurológica que padecía), hicieron de Suárez un personaje emblemático de la historia de este país.
Hoy muchos le rendirán el homenaje que se merece, y algunos de los que lo harán, seguro estuvieron en primera fila de su batacazo político, frotándose las manos y celebrándolo. Pero incluso ellos, los que dejaron de creer en él o los que aprovecharon esa desconfianza y desgaste para su beneficio propio, le deben un respeto por ser el artífice de el capítulo más apasionante de nuestra historia reciente, la Transición.
Que descanse, Presidente. Un beso a Amparo y a la niña. Muchos, incluso los que no vivimos su Gobierno, estamos muy orgullos de usted.
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NOTA: En una orden ministerial aprobada de forma express, se ha decidido cambiar el nombre del aeropuerto de Barajas y ponerle el nombre de Adolfo Suárez. Con esta entrada he demostrado que yo no soy, precisamente, detractora del expresidente fallecido, pero no puedo dejar de expresar mi indignación por lo populista y oportunista de la medida. Se nos da mal cambiar el nombre a las cosas, aceptémoslo antes de que tengamos otro fallo mayúsculo como la Estación de Vodafone Sol. (Sugerencia: ¿Podemos reservar el nombre del aeropuerto (sin aviones) de Castellón para Aznar?).
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