La venganza es la primera solución que se nos viene a la cabeza. Es evidente y natural, la ley del talión, ¿no? Ojo por ojo y diente por diente. Sin embargo, no da resultado. [...] Comprendo que si estuviera en vuestra piel tal vez no querría que me dijeran estas cosas, pero la venganza es un instrumento inútil; en primer lugar, para vosotros mismos. Sí, cierto, sé que una parte de vosotros no tiene el menor interés en ser mejor, sino solo en coger al hombre que os ha hecho daño y destruirlo, obligarlo a comprender cuánto dolor habéis tenido que sentir. Pero un cómplice de ese hombre querrá vengarse a su vez y atacará a otro hombre inocente, y eso no acaba nunca. Al final solo queda la muerte. Ya no hay lugar para el conocimiento, para el amor, para una pizza, para un paseo, y el mundo, el mundo que queríais salvar, desaparece por completo. Quedan solo el hielo y la venganza. Una obsesión de la que no se sale. Pp. 15-16.
Los convulsos años de plomo son el escenario elegido por Giorgio Fontana (Saronno, 1981) para situar su cuarta novela -la primera traducida al castellano-, Muerte de un hombre feliz (2014), que le valió el Premio Campiello. Corre el verano de 1981 en Milán cuando el fiscal Giacomo Colnaghi investiga el asesinato de un político democristiano a manos de un grupo de extrema izquierda. Más allá de las indagaciones, el caso suscita en él una profunda reflexión ética sobre la construcción de la identidad y el sentido de la venganza: su padre fue un partisano que murió a manos de los fascistas, por lo que, en parte, comprende la indignación de los jóvenes terroristas. No obstante, al mismo tiempo el propio Colnaghi es una demostración de que se puede proceder de un entorno humilde y aun así llegar alto, a base de esfuerzo, actuando de acuerdo con unos principios nobles. Aunque se trata de un ejercicio de ficción, Fontana se inspira en casos reales para dar forma al personaje, con el que ahonda en diversas esferas a la vez: la intriga judicial, la reconstrucción histórica, el ámbito doméstico de su vida privada y, como trasfondo, el mencionado conflicto interno del protagonista.
La novela comienza con esta frase: "Así que querían venganza". Colnaghi se encuentra en la escuela donde estudia el hijo del hombre asesinado. Ellos, los chavales, son los que quieren vengarse de los terroristas. Es la postura instintiva, el ojo por ojo, la respuesta fácil. Colnaghi, por su historia familiar, entiende perfectamente la rabia de ese niño que crecerá sin su padre, que se preguntará mil veces el porqué de lo ocurrido sin hallar ninguna respuesta coherente. Con todo, el discurso de Colnaghi -del que reproduzco un fragmento en la parte superior- está orientado a disipar la rabia, a hacerles comprender que la violencia no se soluciona con más violencia. Esta idea en torno a la inutilidad de la venganza vertebra toda la obra, que a medida que se despliega examina el posicionamiento de cada "bando". No se trata tanto de moralizar como de mostrar el dilema al que se enfrenta un personaje complejo como Colnaghi, un hombre de grandes ideales que cree en las transformaciones sociales (que también son un elemento definitorio de la época) y busca el entendimiento ante todo . No se conforma con detener a los sospechosos, sino que se pone en su lugar, los analiza, y por dentro no deja de agitarse la inquietud sobre lo que es él y lo que podría haber sido.
Colnaghi, en muchos aspectos, puede ser considerado un personaje "ejemplar" para sus coetáneos: casado y padre de dos niños, católico devoto, profesional reconocido, leal a sus amigos; un hombre que ha prosperado y no guarda rencor en su interior, aunque el pasado siga causándole dolor al ejercer justicia ("Se sentía culpable por su historia personal, por haber tenido un padre partisano, por ser magistrado. Se sentía culpable por unos actos de justicia y de heroísmo, y eso era terrible", p. 76). Su rectitud moral, sin embargo, hace que a menudo peque de idealista, como se pone de relieve en las (brillantes) conversaciones con amigos y compañeros. Dejando a un lado su faceta pública, en el hogar comete el error de descuidar a los suyos por su excesiva dedicación al caso. Fontana no solo muestra, por lo tanto, al Colnaghi magistrado, sino al Colnaghi esposo y padre; un Colnaghi más frágil, menos ejemplar podría decirse, que en la intimidad se iguala a los demás esposos, a los demás padres, vengan de donde vengan, piensen como piensen. La atención al espacio doméstico del protagonista lo enriquece como personaje y cobra sentido pleno en el desenlace.
La narración, en tercera persona, alterna la historia de Colnaghi, en 1981, con el relato sobre lo que le sucedió a su padre durante la Segunda Guerra Mundial. Además de trazar dos situaciones de tensión paralelas, este planteamiento explora la línea paterna que conforman el padre, el propio Colnaghi y su hijo mayor. Tres generaciones que tratan de comprenderse y apoyarse mutuamente a pesar de sus diferencias. Para el protagonista, la muerte del padre supuso un hecho traumático, pero a la vez desencadenó lo que él es ahora y, sobre todo, lo que no es: trata de no repetir su misma pauta de comportamiento. En cuanto al pequeño, desarrolla un carácter introvertido, tranquilo, que lo convierte en "débil" a ojos de sus semejantes. El padre, frustrado, se siente impotente al no poder ayudarlo, al comprobar que su hijo no tiene su fortaleza: "Pero todo el espacio de sus razones estaba ocupado por un único pensamiento, un pensamiento muy sencillo: "puedo mandar a un terrorista a la cárcel, pero no puedo ayudar a mi hijo"" (p. 213). La herencia simbólica del padre en el hijo es un elemento importante de la novela; no es casual que, precisamente, la acción comience con una escena en la que Colnaghi conoce al hijo de la víctima.
De las múltiples lecturas que se pueden extraer de Muerte de un hombre feliz, me quedo con la interpretación psicológica-moral sobre la identidad, el compromiso con la justicia y el rechazo de la venganza. Aunque de entrada pueda parecer el argumento de un thriller, en lo que de verdad sobresale Fontana es en las reflexiones inherentes a la trama, los finos análisis de personajes (desde Colnaghi, un protagonista logrado, a perfiles secundarios como los detenidos o sus amigos) y los vínculos entre padres e hijos. Se trata, ciertamente, de una obra de hondo calado, muy bien construida, narrada con una escritura elegante, limpia y precisa. La meditación sobre la violencia, a propósito, trasciende el contexto específico de los años setenta-ochenta. En este sentido, la novela no solo destaca por su valor literario, sino por su mensaje honesto, conmovedor, que nos recuerda con entereza que los soñadores siempre han estado solos.