Muerte de un poeta

Por Igork

Así murió el poeta y soldado Garcilaso de la Vega. Eran los tiempos en que el honor valía más que una mansión. Estaba de campaña militar por la campiña francesa, asediando no sé recuerda ya que castillo que se resistía al invasor. Al Rey le llegaron rumores que al oficial Garcilaso de la Vega le faltaban agallas. Y ese rumor (¡oh, los rumores de ida y vuelta!) le llegó a su vez al poeta. Una afrenta en toda regla. Ah, eso no podía tolerarse. Yo habría dicho, que se jodan todos y me habría ido a tomar unas cañas de cerveza. Pero Garcilaso de la Vega no. En el siguiente asalto a ese castillo que nadie recuerda en esa campaña que a nadie le importa, se posicionó en primera fila y salió a pecho descubierto. Y eso a pesar de ser maestre de campo. Atacó a tumba abierta que se dice. La bala de un cañón, seguramente un falconete, atravesó su pecho de lado a lado. Garcilaso debió quedarse como aquel vizconde demediado que imaginó Italo Calvino. Y al pie de una muralla anónima cayeron sus preciosos versos como pétalos de sangre esparcidos por el viento.  Es casi agosto, no me concentro en el trabajo y recuerdo a Garcilaso. 
Soneto primero
Cuando me paro a contemplar mi estado y a ver los pasos por dó me ha traído, hallo, según por do anduve perdido, que a mayor mal pudiera haber llegado; mas cuando del camino estoy olvidado, a tanto mal no sé por dó he venido: sé que me acabo, y mas he yo sentido ver acabar conmigo mi cuidado.
Yo acabaré, que me entregué sin arte a quien sabrá perderme y acabarme, si quisiere, y aun sabrá querello:
que pues mi voluntad puede matarme, la suya, que no es tanto de mi parte, pudiendo, ¿qué hará sino hacello?

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