Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. DOCE

Publicado el 29 julio 2013 por Rmartinezguzman @RMartinezGuzman
MIÉRCOLES SANTOCapítulo DoceMarc se sacó la camiseta y contempló su torso desnudo en el espejo. Anchos hombros, tersos pectorales, marcados abdominales. Todo perfecto. Luego unió sus manos delante del abdomen y tensó al máximo su musculatura. Más que perfecto, impresionante. Por último, bajó sus ojos a la zona del hígado, esa en donde adquirir una visible musculatura es casi imposible por las más elementales limitaciones del propio cuerpo humano. La contempló durante un largo minuto, quizá más. Después hizo un satisfecho gesto de aprobación. Ya empezaban a apreciarse unas leves ondulaciones en esa zona. Muy pequeñas, pero muy valiosas para él dado que llevaba tres semanas trabajando intensamente para mejorar esa parte de su cuerpo. Se pueden tener abdominales perfectos, eso no es difícil, pero recubrir el hígado con musculatura ya es otra historia. El hígado es un órgano caprichoso, el talón de Aquiles de cualquier culturista. No se deja tapar por tejido muscular. Por mucho tiempo que se le dedique en el gimnasio, ahí sigue a la vista, plano, como si necesitase ver o respirar a través de la piel.Acabadas las comprobaciones, Marc volvió a colocarse la ajustada camiseta elegida para ese día. Siempre se había preocupado por tener el cuerpo bien torneado, pero más en serio, cincelado en el gimnasio, desde que había empezado a trabajar como portero de discoteca. También fue en ese momento cuando decidió acortar su nombre. ¿Qué culturista se llamaba Marcos? Ninguno, pensó en aquel momento. Por eso Marc era mucho más adecuado. Le imprimía carácter y personalidad. Hacía de todo esto no más de cinco años.Se ajustó un ceñido pantalón vaquero y fue a la cocina. Exprimió el zumo de tres naranjas, mezcló en un bol miel con un buen puñado de copos de avena y cogió de la nevera un yogur desnatado y el brick de clara de huevo. Dejó el yogur en la mesa, junto al zumo y al bol y echó en la sartén la medida proporcional a seis claras junto con un huevo entero, previamente batidos conjuntamente. Mientras se cuajaba la tortilla, contempló la taza de leche con cacao que le había dejado preparada su madre antes de marcharse a trabajar. No lo asume, pensó. Por más que le repito que mi desayuno debe ser especial, ella no lo asume. Cuando la tortilla se había dorado la colocó en un plato y la llevó a la mesa, así como su habitual pastilla multivitamínica de todas las mañanas. Al acabar de desayunar, lavó, secó y colocó todos los utensilios que había utilizado. Por último, vació la leche por el fregadero y dejó la taza en él, sucia. Así al menos no tendría que aguantar sermones a mediodía, cuando regresara para comer.Volvió a la habitación para coger la mochila, el móvil, y calzarse unas cómodas zapatillas de deporte. Ya eran las diez de la mañana y debía marcharse. Por delante tenía un día completo y perfecto para él: una mañana de gimnasio, una tarde de descanso y una noche de trabajo. Antes tomaría un café solo en la cafetería de abajo, muy cargado como siempre, para estimular el sistema nervioso central antes de empezar a trabajar con las pesas.En cuanto salió del portal situado en la avenida de Marín tomó a la derecha y se encaminó a los aparcamientos. Comprobar el estado de su coche justo al salir de casa formaba parte de su rutina diaria desde hacía años. Marc avanzó solo unos metros y, desde la distancia, contempló a su pequeña joya. Quizá no fuera el más moderno, ni el más sofisticado, pero cumplía perfectamente todo lo que le pedía él a un coche: grande, deportivo y potente. Había invertido mucho dinero en preparar su Opel Calibra del año 94 hasta dejarlo como estaba ahora: rojo impecable, con un imponente alerón y rebajado de suspensión todo lo que la ley  permitía. Y por supuesto, era de gasolina. En un mundo ideal, los coches diésel deberían estar prohibidos, solía decir Marc. Contaminan mucho y solo sirven para poner de manifiesto los complejos de quien los conduce. A menudo, mujeres y hombres que convierten a la modestia en su principal virtud tratando de esconder que, en realidad, tampoco disponen de otras.En el fondo, podía pagarse un garaje privado, pero ¿quién quiere tener un coche para esconderlo? Marc era de la opinión de que un hombre de verdad tiene que estar orgulloso de tres cosas en la vida: su cuerpo, su coche y sus conquistas amorosas. Y para ello, las tres cosas necesitan de la adecuada publicidad.No se molestó en acercarse. En cuanto comprobó desde la distancia que el alerón seguía intacto, se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos para dirigirse hasta La Rotonda, la cafetería situada en la otra esquina de la calle. Su café matinal le esperaba. De camino, saboreó la idea de que al ser un miércoles previo a varios días festivos, el pub en donde trabajaba estaría especialmente concurrido a la noche. Esa circunstancia convertía en especial cualquier día. En el fondo, se sentía un privilegiado. Ejercía un trabajo reconfortante que le permitía sentirse poderoso, decidir a su libre voluntad quién puede entrar o no y, a la vez, le abría las puertas a conocer adolescentes deseosas de disfrutar sensaciones íntimas sin el peligro de recibir al día siguiente llamadas no deseadas. Aquellas de pesados que se han enamorado tras una noche de placer o las de los que simplemente pretenden repetir experiencia.Pero Marc no era de esos. Ni se enamoraba ni estaba nunca dos veces con la misma chica. Su esculpido cuerpo le permitía darse el capricho de cambiar cada noche de pareja. Y siempre jóvenes, muy jóvenes. Porque como a menudo él mismo decía, si una chica tiene cuerpo y ganas, ¿a quién le importa su edad? ¿A quién puede molestarle que una joven adolescente pase un rato agradable entre sus brazos? ¿A sus padres? Si a sus padres les molestara, no dejarían que sus hijas salieran de madrugada. La naturaleza es sabia, no daría deseo a quien le pudiese hacer algún daño calmarlo, concluía siempre.Tiró de la acristalada puerta y entró, dedicando una mirada circular por todo el local, sin bajar ni un centímetro la barbilla. Sentadas, dos mujeres solas, una en cada mesa. En la barra, un hombre escasamente arreglado, y otro ocioso. En una mesa del fondo, sobre la tarima ajardinada, una pareja disimulaba con esfuerzo que la rutina empezaba a resultarles insoportable. Pero a pesar de su llegada triunfal, nadie levantó la mirada cuando él entró.

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MUERTE SIN RESURRECCIÓN en el blog:
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I. DOMINGO DE RAMOS:
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- Capítulo 2: leer
- Capítulo 3: leer
II. LUNES SANTO:
- Capítulo 4: leer
- Capítulo 5: leer
- Capítulo 6: leer
- Capítulo 7: leer
III. MARTES SANTO:
- Capítulo 8: leer 
- Capítulo 9: leer 
- Capítulo 10: leer
- Capítulo 11: leer (I)
- Capítulo 11: leer (y II)
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