Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. QUINCE (II)

Publicado el 23 septiembre 2013 por Rmartinezguzman @RMartinezGuzman

MIÉRCOLES SANTOCapítulo Quince (II)De camino a la comisaría, Eva se paró a comer algo. En un lugar anónimo, donde nadie la conociera, en soledad. Necesitaba reponer fuerzas y, lo más importante, ordenar sus ideas. Pidió medio bocadillo de jamón, que devoró en pocos minutos, y un café bien cargado. Luego otro, la noche había sido larga.Mientras comía repasó mentalmente todos los detalles de los tres casos. No sabía cuánto tiempo se habría tomado la asesina en preparar los asesinatos, pero intuía que mucho: días, semanas, incluso meses. Ella debía recuperar ese terreno y atraparla en solo una semana. Estaba convencida de que no disponía de más tiempo.
No tardó en ir a comisaría. En cuanto llegó al edificio, quiso confirmar que Miguel seguía teniendo turno de tarde. Preguntó al agente de la entrada, y sorpresa: el día anterior había solicitado cuatro días de permiso, de jueves a domingo. No solo eso, hacía tan solo unos minutos, había llamado pidiendo coger libre también aquella tarde. De todos modos, aún debía ir al despacho del comisario para firmar este último permiso.
Eva dio orden al agente de que, en cuanto llegara, se asegurara de que pasara por su oficina. No estaba dispuesta a permitir que se marchara sin haberle dado una explicación.
Aún estaba en la entrada cuando una voz la sobresaltó:
—¡Santiago! ¿Se ha vuelto usted loca o ha dormido mal esta noche? —le gritó el comisario Míguez desde la puerta de su despacho.
—Pues sí, he dormido poco y mal, pero creo que loca aún no estoy.
—Venga a mi despacho —la cortó.
Eva obedeció.
—¿No le he dicho que no informe a la prensa sobre el caso?
—No lo he olvidado, créame.
—Entonces, ¿puede explicarme usted por qué hasta el último periodista de Ourense sabe que hay una asesina suelta que deja pelotas de golf junto a sus víctimas?
—Jefe, creo que a veces se olvida usted de que nuestra misión no es detener culpables, sino proteger inocentes. Y las dos cosas no siempre coinciden. Nuestra sospechosa se introduce en la vida de las víctimas, se gana su confianza y las mata aprovechando un descuido. Por nuestra comodidad, le estamos haciendo el juego a ella. Sospecho que las víctimas están ya elegidas. Hay algo que las une, todavía no sé lo qué, pero quiero darles la oportunidad de que estén avisadas. Jefe, se merecen saber a qué se enfrentan, que esta mujer va a por ellas. Además, quizá tengamos suerte y se presente alguien para explicarnos qué está pasando.
—Me acaba de llamar el redactor jefe de La Región requiriendo más información, preguntando si vamos a ofrecer una rueda de prensa.
—No le explique más detalles. Esto es muy grande y la prensa se ha movido con rapidez, pero ya tiene todo lo que necesita. Le he dicho a Antón lo que debe salir en los periódicos: nombre completo de las víctimas, que siempre aparece una pelota de golf junto a los cadáveres y que todos los casos parecerían un accidente de no ser por el contacto previo de los fallecidos con una mujer desconocida y morena. Es normal que quieran más información pero, de momento, con eso es suficiente. Además, no tengo ninguna duda de que usted tiene tablas suficientes para manejar esta situación.
El comisario no parecía convencido del todo. Ella insistía:
—Incluso intuyo que, por alguna razón, ella cuenta con que no demos detalles. Todos los asesinatos parecen accidentes, excepto el primero, ¿verdad?
—Exacto.
—Pues, en mi opinión, hay una razón: Javi era estudiante y se marchaba a Lugo. Fíjese, a todos los mata en Ourense, pero este se iba, tuvo que improvisar un plan y lo disfrazó de un crimen pasional. Los demás son accidentes. No creo que planee un crimen casi perfecto en un día y, si los tiene planeados de antemano, deberá cambiar de estrategia al destapar nosotros lo que ocurre. Piénselo: si se hubiera hecho público el primero, en los dos siguientes tendría que haber actuado de otra manera. No lo sé, pero quizá la desconcertemos y cometa un error. Usted lo dijo: me ha dado el caso a mí porque soy una mujer y sabré cómo piensa la asesina, ¿se acuerda? Pues es lo que hago. Cumpla usted su parte.
—De acuerdo —acabó por decir el comisario—. Pero manténgame informado.
—Una cosa más, comisario. Creo que Miguel debe pasar por aquí a firmar un permiso.
—Sí, ha quedado en venir ahora —confirmó Míguez.
—¿Podría asegurarse de que no se va sin hablar antes conmigo? Quiero preguntarle algo en relación al caso de Sebas y, si se marcha, no lo volveré a ver hasta la próxima semana.
Míguez le mostró su conformidad con un gesto. Eso bastaba. A pesar de su habitual mal humor y una más que conocida impulsividad, era un hombre que defendía y apoyaba a sus subordinados en todo momento, y ante todos. Eva no tenía duda alguna sobre ello.
En cuanto salió del despacho del comisario, se fue directamente al suyo, dejando la puerta abierta. Comprobó en el visualizador del teléfono que no había llamadas perdidas y se puso a repasar los informes de los dos asesinatos anteriores. También comenzó a redactar el de Marc. Tres asesinatos en tres días y con una ejecución casi perfecta. Se paró a pensar un momento: claro que tenía que haber alguna razón que llevara a aquella mujer a actuar así, y claro que debía de haber algo que relacionaba a las víctimas entre sí. Seguramente, ahí estaba la clave que les podría permitir anticiparse a sus actos para conseguir atraparla.
La voz de Antón al fondo del pasillo le devolvió a la realidad. Desde el despacho, oía cómo daba instrucciones sobre las pruebas y hablaba de manera informal con Míguez. No tardó en llegar al despacho. Eva lo saludó con la mano, pidiéndole silencio. Ambos escucharon: ahora, a lo lejos se oía a Míguez darle instrucciones a Miguel. A su manera: firme y vaya al despacho de Santiago sin falta. No se le ocurra salir del edificio sin haber hablado antes con ella. Buen viaje.
El agente debió de tomarse un tiempo para firmar, y quizá también para prepararse ante una conversación que, desde luego, no le apetecía tener. Al cabo de un rato, los dos policías oyeron cómo se acercaba. Antón se sentó frente a un ordenador a buscar en los ficheros de huellas y Eva se concentró en los documentos que tenía delante.
—Inspectora... —se presentó el agente.
—Siéntese.
Eva lucía cara seria y miraba por enésima vez los informes de Sebas y Javi. Cuando el agente ya se había sentado, ella levantó la vista y clavó sus ojos en los de Miguel.
—Creo que no es la primera vez que hablamos hoy —le espetó sin miramientos.
Al oír la frase, el chico bajó la cabeza.
—No —contestó—. Marc era amigo mío y antes, cuando me respondió usted, me imaginé lo peor.
—¿También era usted amigo de Javier y Sebas?
—No. A ellos no los conocía.
—Míreme —Eva levantó la voz y, acto seguido, comenzó a tutearlo—. Te lo voy a preguntar directamente, de policía a policía, ¿de acuerdo?
El agente afirmó con la cabeza, mirando ya a la inspectora.
—¿Puedes darme alguna explicación sobre lo que está pasando?
—No. No sé por qué han matado a Marc —balbuceó el chico—. Yo no conocía todo lo que él hacía.
Eva se tomó un respiro. Luego continuó:
—¿Por qué querías ver a Marc hoy con tanta urgencia?
—Porque me voy unos días de vacaciones y él me debía algún dinero. Poco, pero que me vendría bien que me lo hubiese devuelto ahora.
—¿Te vas de vacaciones?
—Sí, a Cuba. Unos días.
—¿A Cuba? ¿Y lo has decidido así de repente? —Algo no acababa de encajar en la cabeza de Eva—. Que yo sepa no habías pedido los cuatro días libres hasta ayer...
—No lo había hecho porque estaba esperando a conseguir alguna oferta buena. Me avisaron ayer mismo de la agencia de viajes y los solicité. Me voy mañana a la tarde. Después pensé en solicitar también el día de hoy porque debo preparar el equipaje con tiempo.
—El equipaje con tiempo... —repitió instintivamente Eva.
Un discurso perfectamente coherente... y preparado, pensó ella. Se tomó un respiro, y luego decidió dar por terminado aquel simulacro de interrogatorio, convencida de que de Miguel no iba a conseguir una respuesta que la hiciera avanzar.
—De acuerdo, agente. Esto es todo —lo despidió con frialdad, dejando de tutearlo—. Disfrute usted de sus vacaciones.
El agente se levantó con rapidez y salió del despacho sin mirar atrás, y sin despedirse. Su asiento frente a la mesa de Eva lo ocupó de inmediato Antón, que no había perdido detalle de la conversación desde el otro extremo del despacho:
—¿Qué opinas? —preguntó él nada más sentarse.
—Que miente. No sé por qué, pero miente.
—¿Por qué piensas eso?
—Porque es policía. Si estuviera diciendo la verdad, no aguantaría que sospechara de él de esta manera. Pero, sin embargo, no se enfadó.
—¿Alguna teoría?
—Sí, alguna —Hizo una pausa—. Aunque ojalá me equivoque.
No quiso explicar más. Tampoco pudo. En aquel momento sonó una llamada telefónica que Eva no dudó en atender en cuanto vio de dónde procedía:
—¿Inspectora Santiago? Soy el inspector Lago, de Vigo.
—Buenos días, dígame.
—Le llamo por el caso de Aurora Santiso. Ayer quedé en mandarle un informe a primera hora, pero he preferido acabar con la investigación antes de hacerlo. Se lo voy a enviar ahora por fax pero también quiero hablar con usted sobre el caso, porque pienso que le va a ser útil.
—Gracias, inspector.
—Podemos hablar con franqueza, me imagino.
—Sí, por supuesto. Le escucho.
—Veamos. Ayer, le decía que a primera vista me parecía un suicidio y hoy, aún sin disponer de los resultados definitivos de la autopsia, he de decirle que sigo pensando lo mismo. En principio, no hay nada que me haga sospechar que no ha sido así: no hay signos de violencia, nadie en el edificio oyó algo raro y todo en la casa se ajusta al protocolo de un suicidio.
—Pero a mí me sigue pareciendo un suicidio muy oportuno —lo cortó Eva—. ¿A usted no le extraña?
—Sí, y soy de los que siempre desconfía de las casualidades. Estoy al tanto de su caso y créame, lo he tenido en cuenta a la hora de investigar el fallecimiento de Aurora. Pero ya le digo que, al menos de momento —quiso remarcar este matiz—, debemos pensar que esta mujer se ha suicidado.
La cara de Eva reflejaba la desolación de ver como su principal pista se le estaba esfumando. De todos modos, Sara acababa de entrar dispuesta a hacer el retrato robot de la mujer con la que se había cruzado en el pub. De momento, tendrían que conformarse con eso, pensó Eva.
—Pero bueno, ayer y hoy hemos recabado mucha información entre los vecinos —continuó el inspector Lago al otro lado del teléfono.
—¿Algo que nos pueda interesar?
—Sí, sí, ya lo creo. Por eso he querido llamarla. Usted busca a una asesina, y quiero que sepa que Aurora convivía con una hija, Emma, a la que no hemos podido localizar. También hemos buscado en la casa el número de teléfono que nos ha enviado usted y, ni la víctima, ni la hija, tenían ese número. No hay rastro de él, nadie lo conoce y no aparece en ninguna agenda. De todos modos, si quiere mi opinión, tiene usted mucho trabajo por delante.
—No me diga... —apuntó en tono irónico Eva.
—Pues sí, sí le digo. Según nos han informado los vecinos, la hija de Aurora sufrió un accidente de tráfico hace unos cinco o seis años. Además, en esta época, durante la Semana Santa. Emma viajaba de noche con su marido y su hijo de año y medio, y se salieron de la carretera. La versión que sostiene todo el mundo es que el marido era el que conducía y se durmió al volante. Perdió el control del vehículo y chocó contra un árbol, para acabar cayendo por un barranco. Nadie vio el accidente ni los auxilió, hasta que un vecino de la zona encontró el coche a la mañana siguiente. Hasta aquí todo normal. Pero ahora viene lo que más o menos me resulta extraño.
—Dígame.
—Vamos a ver —comenzó el inspector con el tono de quien se prepara para iniciar un discurso—. Primero, se supone que volvían de Lugo de cenar en casa de los padres de él, pero nadie supo explicarme por qué regresaban tan tarde, y más aún en invierno y viajando con un niño tan pequeño. Segundo, al parecer el barranco es impresionante. Está en la zona de O Carballiño o Cea, usted la conocerá mejor. Una persona que lo vio asegura que, si alguien se cae por allí, es difícil pensar que pueda sobrevivir. Pues efectivamente, su marido y su hijo murieron en el acto, pero Emma se salvó. A la mañana siguiente la encontraron agachada en el espacio que hay entre los asientos. Se cree que iba dormida atrás, sin cinturón, y el impacto previo contra el árbol la tiró al suelo. Tenía la cara destrozada y múltiples fracturas. Varias operaciones, alguna de cirugía estética, muchos meses recuperándose pero, en realidad, su vida nunca corrió peligro. Eso sí, y ya sabe que estas cosas hay que cogerlas siempre con pinzas, económicamente, a Emma el accidente le salió muy rentable. Entre el seguro de vida del marido, enorme y al parecer recién contratado, indemnizaciones varias y demás, las malas lenguas del edificio aseguran que puede permitirse vivir sin trabajar el resto de su vida. Por el contrario, ni Aurora ni su difunto marido superaron nunca la muerte de su nieto y, de hecho, creen que fue la causa del infarto que lo mató a él hace unos dos años.
—Curiosa historia. ¿Cree que puede ser Emma la mujer que buscamos?
—Eso no sabría decírselo, pero tiene usted un testigo, ¿no?
—Sí, está aquí para hacer un retrato robot.
—Pues a lo mejor no le hace falta. Le acabo de enviar por fax el informe completo con una foto de todos los miembros de la familia: de Emma y de sus padres.
Antón ya se había levantado al oír la llegada del fax y venía con uno de los folios en la mano. Eva le indicó con una seña que se la enseñara a Sara que, en cuanto la vio, se le encendió la mirada. El inspector continuó hablando al otro lado del teléfono:
—No sé si son recientes porque estaban en el salón —dijo—, pero me imagino que, de ser ella, bastará para que la reconozca su testigo.
—Sí, buena idea —Eva hizo una pausa—. Espere un momento.
El hombre esperó. Sara le había señalado algo a Antón en la foto, y este se la puso delante a Eva. La chica se acercó por detrás de él y le señaló con el dedo a la inspectora a una de las mujeres que aparecían en la foto.
—Es ella, estoy segura —ratificó Sara—. Está muy cambiada. No sé, la cara ahora es diferente. Pero seguro que es esta mujer —remató la chica al tiempo que volvía a señalar en la foto a la misma mujer.
Eva miró detenidamente la foto, ante la insistencia de la chica. Luego retomó el teléfono:
—Inspector, ¿Emma es la que aparece en la foto con una blusa blanca, a la izquierda?
—Sí, exacto.
—Pues es ella. La acaba de reconocer nuestra testigo.
El inspector Lago soltó un profundo suspiro al otro lado del teléfono:
—Pues eso abre muchas opciones —dijo a continuación.
—¿Qué opina usted? —preguntó Eva, sin haber encajado aún las nuevas piezas del caso en su cabeza.
—Básicamente, lo que le acabo de decir, que tenemos que barajar muchas posibilidades, y más si la asesina es fría y manipuladora como se deduce. No creo que se pueda descartar ningún extremo: puede que el accidente lo haya provocado ella, también cabe la posibilidad de que su madre sea su primera víctima, o que...
—¿Ha encontrado alguna pelota de golf en el piso? —lo cortó ella.
—No, ninguna.
—Entonces su madre no es una de sus víctimas —dijo Eva con rotundidad.
—Pero eso nos abre otra posibilidad: que Emma haya visto a su madre muerta y sus actos sean una reacción a eso. Bien porque se ha vuelto loca y mata sin motivo alguno, o bien porque está cobrando deudas a gente a la que culpa del suicidio de su madre. De todos modos, creo que sería más que conveniente ver el atestado de la Guardia Civil sobre el accidente. Las fechas que le he dado son aproximadas y no creo que las pueda concretar más. En estas condiciones, imagino que usted tendrá más fácil conseguirlo desde ahí.
—Sí, yo también creo que puede ser un buen punto de partida. Intentaré ponerme en contacto con ellos y ver si es posible localizar ese atestado.
—De acuerdo. Si necesita algo más, hágamelo saber —concluyó el inspector Lago.
—Muchas gracias por su ayuda, inspector. Le mantendré informado.
Ya tenían una pista. Difusa, porque lo más probable es que aquella foto de hace años y seguramente tomada antes de alguna de sus operaciones no fuera válida para publicar en prensa a modo de advertencia, ni solicitando la colaboración ciudadana. Tampoco sabían aún sus razones, ni en base a qué elegía a sus víctimas. Pero, al menos, la misteriosa asesina ya tenía una cara visible para la Policía y también un nombre: Emma.
Con él se denominaría al expediente en el que se recogerían los respectivos informes de los tres asesinatos.