Muerte sin resurrección: Capítulo DIECINUEVE (I)

Publicado el 21 octubre 2013 por Rmartinezguzman @RMartinezGuzman
JUEVES SANTOCapítulo Diecinueve (I)Día 5 de abril de 2012, titulares de prensa:
«Tres jóvenes aparecen muertos en extrañas circunstancias. Javier Fernández Martínez, Sebastián Covelo García y Marcos Dorribo Vázquez han aparecido muertos en lo que va de Semana Santa después de recibir en todos los casos la misteriosa visita de una joven morena y de mediana edad». La Región.
«Semana Santa negra en Ourense. Un asesinato la noche del lunes, y lo que en principio parecían ser dos trágicos accidentes, el martes y miércoles, sacan a la luz la presencia en la ciudad de una asesina en serie». La Voz de Galicia edición Ourense.
«Una supuesta asesina en serie siembra el terror en la ciudad. El hallazgo de una pelota de golf al lado de todas las víctimas, su macabra seña de identidad». El Faro de Ourense.
Antón había salido del despacho en busca de café hacía casi media hora, mientras Eva daba una nueva ojeada a la prensa del día. Dos cafés solos, extraídos de la vetusta máquina situada a la entrada de la comisaría. Un euro veinte en monedas, y apenas un minuto para el proceso de elaboración. Por fuerza, Antón tenía que haberse parado en el trayecto, dedujo ella. No es que le importara la ausencia de su compañero, pero ya empezaba a asumir que aquel café llegaría frío hasta sus manos.
Cuando por fin entró, Eva se lo tomó con humor:
Antón, ¿estaba estropeada la máquina?
¿Cuál? —preguntó él mientras le colocaba el vaso de plástico encima de la mesa.
La del café...
No. ¿Por qué lo dices?
Eva puso cara de chico no te enteras de nada como respuesta. Antón entendió y se fue a su sitio explicándose mientras removía su café:
Estuve en la entrada viendo cómo funciona el nuevo escáner.
¿Y funciona bien...? —Sin duda, una poderosa razón para retrasarse, pensó sarcásticamente Eva.
Sí, ya lo creo. Acaba de llegar un paquete para Miguel y es increíble: lo pones sobre la bandeja, le pasas el escáner por arriba y sale la imagen al instante, como una radiografía. Si trajese algo metálico en su interior, se vería en la pantalla.
Pues si es para Miguel, ya se lo podéis guardar en un lugar seguro, porque hasta el lunes no creo que venga para recogerlo.
Eva bajó la cabeza dando por terminada la conversación y retomando los periódicos. Solo un segundo después, la volvió a subir de repente:
¿Un paquete para Miguel?
Sí. Lo ha traído un mensajero.
¿Qué tipo de paquete?
Antón dejó su café sobre la mesa y se levantó:
Una caja —dijo, intuyendo que algo no iba como debería—. Una cajita —rectificó—. Pequeña... —La describía con las manos mientras hablaba. Y sí, aquella caja era realmente pequeña.
Eva salió de la oficina en dirección al despacho de los agentes, a la mesa de Miguel, con Antón detrás. Allí estaba: era una caja pequeña, ligera. Eva la agitó en el aire y comprobó que algo se movía dentro. Retiró el papel que la envolvía y la abrió. Dentro había otra caja. Hizo lo mismo con esta y descubrió una nueva caja, más pequeña que la anterior. También la abrió, deprisa, y finalmente pudo confirmar sus peores temores: una pelota de golf.
Llama a Miguel —dijo de inmediato.
Antón no reparó en que Eva ya le estaba ofreciendo su teléfono. Corrió hacia su móvil, y luego a la entrada. Allí pidió el número de Miguel al agente de guardia que, de inmediato, consultó una extensa lista. No tardó en encontrarlo. Antón marcó los nueve dígitos y esperó a oír los tonos. Eva pasó a su lado, gritando:
Vamos. ¡Ya!
Antón la siguió con el teléfono en la oreja. Dos coches patrulla hicieron lo mismo. Las sirenas sonaban al unísono. Sin esfuerzo, el convoy se abría paso en la festiva mañana orensana.
No contesta nadie —dijo Antón después de marcar por tercera vez aquel número.
Mierda —soltó Eva con evidente nerviosismo—. Sigue intentándolo.
No fue necesario. Apenas unos segundos después, los tres coches pararon a la vez frente al número setenta de la calle Vasco Díaz Tanco. Varios vecinos salieron alertados por el ruido. Una mujer entrada en años limpiaba el portal, con la puerta abierta. Al ver llegar los coches, se apartó asustada.
Eva subió las escaleras en primer lugar, los demás policías la siguieron a duras penas. Cuando llegó a la puerta del segundo piso, dio varios golpes a modo de llamada. Luego hizo sonar el timbre. Después, y sin esperar aún respuesta, volvió a golpear la puerta con la palma de la mano.
Todos escucharon. Nadie contestó.
Huele a pólvora —apuntó Antón, sin dejar de ser una pregunta.
Los seis policías inspiraron a la vez. La mujer del portal, también.
El policía más corpulento propinó una certera patada a la cerradura y la puerta acusó el golpe, abriéndose ante ellos. Todos desenfundaron sus pistolas.
Eva entró en el pasillo y miró a su derecha: la cocina. Luego, a su izquierda. Entró en el salón y se frenó de repente, ante la visión del cuerpo de Miguel. Estaba delante del sofá, tirado sobre la pequeña mesa, encima de un gran charco de sangre. Ella se acercó rápidamente y, agachándose, le tomó el pulso. Nada.
Se levantó despacio.
Mierda, mierda, mierda —repetía mientras salía de la habitación.
En el pasillo, dio un puñetazo contra la pared. Después, se apoyó contra ella. Primero uno de sus hombros y luego la cabeza. Antón se acercó, Eva no se movió.
¿Estás bien? —preguntó él.
Lo sabía, lo sabía —murmuró ella.
No, no podías saberlo.
Todavía está caliente...
Antón no contestó, Eva permaneció en silencio un instante. Luego se dio la vuelta y miró de frente a su compañero, una mirada indefensa:
¿Puedes cubrir tú el escenario? Necesito estar sola un momento.
Sí, no te preocupes.
Aunque seguro que no ha dejado nada que nos sirva —razonó—. Si me necesitas estoy abajo —añadió luego.
Tranquila, ya me encargo yo. En serio.
Eva bajó las escaleras con desgana, mirando al suelo, pensativa.
¿Le ha pasado algo a Miguel? —preguntó la mujer que limpiaba, al llegar a su altura.
La inspectora la miró y contestó con la cabeza, afirmativamente. Luego le preguntó:
¿Ha visto usted entrar o salir a una mujer joven?
No.
No había más preguntas.
Eva se alejó de la casa, dio la vuelta a la esquina y se acomodó en una de las terrazas de los pequeños bares de la zona. Era el único cliente que estaba a aquellas horas allí. Los demás habían salido a curiosear qué sucedía alertados por las sirenas.
Sentada con una gran taza de café con leche delante y su pelo rojo cubriéndole gran parte de la cara, nadie sospechó que aquella mujer formara parte de la Policía. Eso era exactamente lo que ella buscaba. Allí podría pensar con tranquilidad, ordenar sus ideas a salvo del inmenso revuelo que se vivía en la calle de al lado. Miró el cartel, Café Ultreia. El sitio perfecto, pensó ella.
Antón no le había preguntado dónde lo esperaría, pero la conocía lo suficiente para saber cómo encontrarla. Llegó pasada una hora, mostrando en alto una bolsita hermética y transparente, de las que guardan las pruebas a examinar, con un envase pequeño en su interior. Una especie de tubo que originariamente debía haber contenido perfume o, en su defecto, alguna especia para cocinar.
Veneno —dijo acercándose a la mesa de Eva, que no se inmutó—. Por lo que se ve, había pensado envenenarlo pero, por alguna razón, tuvo acceso a la pistola y no desaprovechó la ocasión —explicó mientras se sentaba—. También he comprobado su móvil. Había recibido tu llamada y, un poco antes, una de una cabina. Había folletos de viajes en la mesa y dos vasos con café. Deduzco que Emma se enteró de que pensaba marcharse de vacaciones y lo llamó con la excusa de cambiar o ultimar algún detalle del viaje.
Luego dejó el frasco sobre la mesa y continuó:
Apuesto a que es tetradotoxina —dijo—, pero tendremos que analizarlo para asegurarnos.
¿Tetradotoxina? —La afición de Antón por los más diversos venenos era conocida por todos en la comisaría.
Sí, es el veneno del pez globo, del fugu —puntualizó—. Permaneces consciente en todo momento mientras se te van paralizando los músculos. La muerte se produce por asfixia a las pocas horas. Un final duro, tanto física como psicológicamente, porque no hay antídoto y lo normal es que lo sepas mientras notas cómo te vas muriendo.
Eva sonrió no sin cierto sarcasmo, a la vez que un camarero, alertado por la presencia de Antón, se acercaba hasta la mesa:
¿Va a tomar algo? —preguntó.
Sí, un café solo.
En cuanto el hombre se fue, Antón volvió a dirigirse a Eva, pero esta vez con un tono más personal:
¿Qué tal estás? —le preguntó mirándole a los ojos.
Bien, bien —contestó ella con lentitud—. Sabía que nos mentía, pero nunca me imaginé que él también estaba en el punto de mira de Emma. Supongo que no llegué a deducirlo, entre otras cosas, porque él mismo no quería que lo hiciese.
¿Con fuerzas para seguir?
Por supuesto —contestó Eva, reafirmándose con una sonrisa—. Más que nunca, te lo aseguro. Si abandonase ahora, ella me habría vencido. Y no te equivoques, puedo concederle la victoria en una batalla, pero no en la guerra —sentenció.Luego se recogió el pelo y añadió:
Solo necesitaba un momento para ordenar mis ideas. Estos últimos días casi no he dormido, y supongo que empiezo a acusarlo. Pero ya estoy lista.
La conversación se paró cuando el camarero dejó el café de Antón sobre la mesa, junto con el ticket de caja. Antón lo cogió, sacó dos monedas del bolsillo y se las dio al hombre.
Quédese con el cambio —le dijo.
Gracias.
Otra vez a solas, él retomó los detalles del caso:
Lo curioso es que lo mató con su propia arma reglamentaria, y luego la dejó sobre la mesa de la cocina, junto al veneno. Eso ya es extraño, pero más aún cuando tuve una corazonada y se me ocurrió buscar la placa, pensando que también la encontraría. Pues no la encontré.
Eva se incorporó en la silla:
¿No está su placa en el piso?
No —contestó él, negando también con la cabeza—. La busqué en el salón, en la habitación y en la cocina, pero nada. Teniendo en cuenta que vivía solo, no creo que deje la pistola a la vista y, sin embargo, guarde la placa en algún escondite secreto.
Hay que buscarla a fondo para asegurarnos. Por un momento, había pensado que Miguel podía ser la última víctima, tenía sentido —razonó—. Pero si se ha llevado la placa seguramente es porque piensa seguir matando y la necesita para acceder a la siguiente víctima.
Antón ya estaba llamando por radio a las patrullas que seguían en el piso de Miguel. La orden para todos era clara: buscar la placa hasta debajo del colchón. Así se haría. Luego se dirigió a Eva:
¿Y no crees que se pueda estar exhibiendo? Lo mata de un disparo, pero deja en el escenario del crimen la pistola y un frasco de veneno que no ha utilizado, antes de enviarnos a la mismísima comisaría su seña de identidad, para que encontremos el cuerpo. La placa puede ser simplemente un trofeo.
No, para eso tendría que haberse envalentonado, y de haber esa posibilidad, ya lo habría hecho antes.
Quizá el que la noticia saliese publicada en prensa le haya engordado su ego.
No. Un hombre se crecería, pero una mujer no. Si algo empuja a una mujer a diseñar un plan tan minucioso como este, interpretando personajes, estudiando a sus víctimas al detalle, después no lo abandona porque le vaya saliendo todo bien. En eso somos más cerebrales.
Eva paró su exposición, dejó caer de nuevo su espalda contra el respaldo y perdió la mirada en la acera, buscando inspiración. Luego, continuó:
Emma es fría y metódica, y lo seguirá siendo. Eso seguro. Solo así puede llevar cuatro asesinatos casi perfectos en cuatro días, sin que hayamos tenido una opción real de atraparla. Nos está vapuleando. Pero porque, en la práctica, no solo ha estudiado al milímetro la forma de matar sino que también ha tenido en cuenta cómo manejar las reacciones de las víctimas, y las nuestras, para poder seguir haciéndolo. Y eso no lo habíamos tenido en cuenta hasta ahora.
Antón no entendió muy bien qué pretendía decir su compañera, pero antes de que le pidiera una aclaración, ella se anticipó:
Dicho de otra forma, sospecho que ha ordenado a las víctimas de tal forma que al matar a una, a su vez, se está procurando la oportunidad de acceder a la siguiente, y así sucesivamente. ¿Has acabado en el piso de Miguel? —preguntó levantándose.
Sí. Solo falta tomar la declaración por escrito a los vecinos —contestó él mientras apuraba el último sorbo de café—. Pero le he dicho a los agentes que se encarguen ellos porque ya nos ha dicho todo el mundo que nadie ha visto nada.Pues entonces, vamos a comisaría. Necesito hacer unas llamadas para confirmar algunos detalles. Puedes dejarme allí y, mientras tanto, aprovechar para hacerle una visita a la Guardia Civil, a ver si agilizan el atestado.
Perfecto.
Antón también se levantó.
Miguel es clave —remarcó Eva ya de camino al coche—. Puede parecer una víctima más, pero en realidad no lo es. Sospecho que para Emma era la más complicada de encajar en su plan pero, para nosotros, es la que nos indica cómo interpretar la información que tenemos.
Los dos entraron en el C4 de Eva y tomaron rumbo a comisaría, sin pararse a subir al piso de Miguel. No era imprescindible y no podían perder tiempo. Quedaba mucho trabajo por delante.
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