Muerte sin resurrección: Capítulo DIECIOCHO

Publicado el 14 octubre 2013 por Rmartinezguzman @RMartinezGuzman
JUEVES SANTOCapítulo Dieciocho
Apenas una hora después de que Miguel tomase el último trago de café  alguien llamó al interfono de la vieja casa del barrio de A Cuña. Tres veces, como habían acordado.—¿Don Miguel Sarmiento? —preguntó una voz femenina a través del interfono—. Vengo de la agencia, hemos estado hablando por teléfono.Miguel pulsó el botón que abría el portal. Una vez que había oído como se abría la puerta, contestó:—Asegúrese de que la puerta queda cerrada.—Sí, de acuerdo —se oyó al cabo de un rato. La mujer debió de entrar, volver sobre sus pasos al oír la voz del hombre, contestar y volver a entrar. Por si aún tenía alguna duda, debió de quedarle claro que su cliente pretendía convertir su domicilio en un fortín. Al fin y al cabo, el muelle de la puerta provocaba que esta se cerrara apenas dos segundos después de entrar alguien.Subió por las escaleras hasta la primera planta. Desde dentro del piso se oyeron las pisadas con total nitidez, se hubieran podido contar de haberlo querido: once escalones, luego tres y finalmente, otro bloque de siete. Dos pasos más en el rellano y, automáticamente, el sonido del timbre.Miguel observó a su visitante a través de la mirilla durante un buen rato. Efectivamente, aquella mujer era rubia, absolutamente rubia, y también estaba maquillada, muy maquillada. Podía apreciarse incluso a través del pequeño orificio por el que la observaba. Una comercial al uso, pensó. Descorrió el cerrojo de un golpe, y luego dio un par de vueltas a la llave:—Buenos días, pensé que se había ido sin esperarme —dijo la mujer en cuanto se abrió la puerta, intentando hacer una broma.Miguel no se rió, o quizá no entendió aquella frase como graciosa. Más bien, pareció que se había tomado al pie de la letra el significado de las palabras que acababa de oír.—No, sigo aquí, pero necesito irme hoy y usted es mi gran esperanza —contestó al tiempo que le brindaba el paso a la mujer, encaminándola al salón.—No se preocupe, como le he dicho por teléfono, siempre hay algún cliente que cancela su viaje a última hora —dijo ella con una sonrisa en los labios.Miguel se sintió aliviado al escuchar estas palabras y su semblante se iluminó de repente. Dentro del salón, la mujer se sentó a un extremo de la mesa y él al otro, enfrente, sin dejar de mirar la enorme carpeta que ella estaba colocando encima de la mesa. Sin embargo, todavía no tenía intención de abrirla.—Soy Elena Monteagudo —se presentó ofreciéndole su mano por encima de la mesa—. Como le he dicho por teléfono, soy la responsable de zona de la empresa y le aseguro que mi visita al domicilio de un cliente es del todo excepcional, al igual que su caso.—Lo siento, pero debe entenderlo, para mí es importante salir hoy.—Descuide, en menos de media hora, ya habrá escogido un nuevo viaje de vacaciones. Miguel asintió con la cabeza. Elena agarró su carpeta, haciendo ademán de abrirla, aunque en el último momento, pareció arrepentirse. El chico seguía expectante.—Pero antes de nada —se arrancó ella, pasando su mano por la frente—, ¿puede darme un vaso de agua? He venido caminando un buen tramo.—Sí, claro —dijo Miguel levantándose—. ¿Prefiere café? Tengo la cafetera preparada.—Estupendo —contestó Elena, esbozando una gran sonrisa.Miguel se encaminó a la cocina. Al instante, se oyó conectar la cafetera y preparar dos vasos, cucharillas, y abrir un mueble para coger azúcar. La mujer le hablaba desde el salón:—¿Alguna preferencia por el país? Me imagino que querrá viajar a un destino con playa, como era Cuba.—No, da igual —contestó él desde la cocina.—Entonces le sugiero algún país de Europa.Miguel esta vez no respondió. Al cabo de unos segundos, la mujer se asomó a la cocina:—O mejor, Estados Unidos. ¿Ha visitado alguna vez Nueva York?—No —respondió Miguel.En cuanto se dio la vuelta alertado por la cercanía de la voz, vio a la mujer en la puerta, petrificada, mirando la pistola que todavía seguía sobre la encimera. El chico se dio cuenta al instante: —No se asuste, soy policía —contestó con rapidez, al tiempo que colocaba un paño encima de la pistola—. Es mi arma reglamentaria, perdone el descuido.Aquella simple explicación pareció bastar para que Elena recuperase el habla:—Dígame, ¿vive usted solo? —preguntó echando una mirada a los utensilios del desayuno, que permanecían sobre la mesa.—Sí, ¿por qué?Miguel también miró el desorden de su cocina y entendió la pregunta. Suerte que no ha visto el dormitorio lleno de latas vacías, pensó.—No esperaba visita —quiso justificarse.—No se apure, sé cómo son los pisos de solteros —respondió ella, sin poder evitar esbozar una sonrisa.Cuando los cafés estuvieron listos, los dos volvieron al salón, sentándose en la misma posición. Elena, ahora sí, abrió su carpeta y sacó unos cuantos catálogos con diversas fotografías de Nueva York, que mantuvo en su mano mientras hablaba:—Si usted nunca ha visitado la ciudad de los rascacielos, es un destino que le recomiendo personalmente para estas fechas.A Miguel le pareció bien, efectivamente nunca había visitado esa ciudad, y lo que parecía ser más importante para él en aquellos momentos, Nueva York estaba muy lejos de Ourense. Además, si ella le estaba recomendando ese viaje, deducía que era porque podría salir de inmediato. Elena colocó dos de los catálogos sobre la mesa, comenzando a enumerar lugares míticos que estaban incluidos en el plan de viaje: el Empire State, la Estatua de la Libertad, Central Park, la Catedral de St. Patrick, etc.—Estos son los lugares más típicos de la ciudad, los que suelen ofertar todas las agencias —añadió—. Pero hay otros menos conocidos que, sin embargo, tienen mucho más encanto. Nueva York es una ciudad con una gran personalidad, y eso es algo que la mayoría de las agencias olvidan cuando ofertan un viaje. Por el contrario —acabó—, nosotros los incluimos todos en nuestras ofertas.La mujer hablaba mirándole a los ojos, como si ya tuviera decidido que esa era la oferta que le convenía a su cliente y esos, los argumentos que harían que acabara por aceptarla.Miguel cogió los catálogos en la mano, y ella se inclinó hacia delante para hacerle indicaciones sobre ellos. —Este recoge los lugares típicos. Y este —dijo, indicándole el otro catálogo—, los que casi nadie incluye. Creo que, a alguien como usted, le gustará visitarlos.El chico volvió a dejar sobre la mesa el primero y se decantó por curiosear más detenidamente el folleto de lugares menos comunes. Elena observaba con atención cómo Miguel estaba centrado en las fotografías.—¿Le importa que coja un vaso de agua en la cocina? —preguntó ella por sorpresa, levantándose—. Para tomar con el café. Una vieja costumbre, siempre bebo agua después de tomar café.—Sí, claro. Pero no la tengo envasada, tiene que ser del grifo.Cuando Miguel hizo ademán de acompañarla, Elena se acercó a él y puso la mano sobre su hombro, en clara señal de que no lo hiciera:—No se levante —le indicó convencida—, ya me sirvo yo. Miguel volvió a centrar su atención en las fotografías. —Nueva York no es una ciudad que deba abandonarse por un simple vaso de agua —dijo ella en tono jocoso desde la puerta del salón.El chico sonrió, ahora sí había entendido aquello como una broma. Ya dentro de la cocina, Elena cogió uno de los vasos del escurridor, abrió el grifo, lo llenó, lo vació en el fregadero, y lo volvió a llenar de nuevo. Luego, le dio un buen trago, hasta la mitad, y lo completó otra vez debajo del grifo. Lo dejó sobre la encimera.—Fíjese en el Winter Garden Theatre, está en el segundo catálogo. Es mi favorito —le gritó desde la cocina, mientras destapaba la pistola—. Es todo tradición. No asistir a una de sus representaciones sería como desperdiciar el viaje. —Ya me estoy haciendo una idea… —se oyó responder.La mujer tomó el arma en su mano, cuidando de no hacer ruido contra la encimera de mármol. Introdujo su dedo índice en el hueco del gatillo y se acercó hasta la puerta del salón, agarrando con fuerza la culata. Miguel seguía ojeando los detalles sobre el teatro. —¿Y cuándo sale el vuelo para Nueva York? —preguntó al intuir el regreso de la mujer.—Hoy mismo si así lo desea —contestó ella al tiempo que alzaba la pistola con el brazo estirado, para minimizar el retroceso.—Entonces, perfecto —razonó él, que seguía sentado de espaldas a la puerta y sin poder sospechar que su nuca ya estaba en el punto de mira del cañón.El chico dejó el folleto sobre la mesa, luego hizo un gesto de conformidad, y finalmente quiso darse la vuelta para ver dirigirse a la mujer. No llegó a completar el movimiento. Elena presionó el gatillo y la detonación fue inmediata. El disparo sonó como un petardo entre aquellas paredes cerradas a cal y canto. Después, silencio, e incertidumbre. La mujer se quedó durante un instante en la puerta, inmóvil, esperando cualquier movimiento, cualquier voz proveniente de la calle, o del propio edificio. No oyó nada.Miguel, impulsado por la bala, yacía sobre la mesa en la que unos segundos antes miraba ilusionado su posible destino. Un hilo de sangre proveniente de su cabeza resbalaba sobre la colorida foto de Central Park, hasta desembocar en el suelo. Su cuerpo todavía palpitaba en plena agonía, irregularmente, como expulsando en cada impulso la poca vida que aún conservaba.Elena cogió su bolso y se dirigió de nuevo a la cocina, dejando la pistola sobre la mesa. A su lado, colocó un pequeño frasco de perfume, rellenado con veneno para la ocasión. —Más fácil así —murmuró para sí.Luego tomó el vaso de agua y lo bebió hasta el fondo. Cuando acabó, lo lavó y lo dejó en el escurridor, al lado de los otros. Echó una última ojeada y se encaminó al dormitorio. Allí, examinó la estancia desde la puerta, viendo al instante la placa de Miguel sobre la mesilla de noche. Entró sorteando las latas del suelo, la cogió y la introdujo en el bolso. Luego echó una nueva ojeada a la habitación. A la cama, a la mesilla de noche, también a las latas.—¡Cerdo! —exclamó en alto con desprecio.Después volvió sobre sus pasos y se asomó de nuevo a la puerta del salón: los espasmos de Miguel habían terminado. No recogió la carpeta, ni los catálogos. Se dio la vuelta y escuchó tras la puerta de entrada, durante unos segundos. Definitivamente, nadie había reaccionado afuera. Todo el edificio seguía en silencio.
Era el momento de irse.___________________ Comprar MUERTE SIN RESURRECCIÓN
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