Muerte sin resurrección: Capítulo VEINTE

Publicado el 05 noviembre 2013 por Rmartinezguzman @RMartinezGuzman
VIERNES SANTOCapítulo Veinte


Por dos caprichosas rendijas de la persiana, la tenue luz de la calle se colaba perezosa en la habitación. Dos de esas pequeñas rendijas que en la oscuridad de nuestro dormitorio aportan una ligera luz que tan solo logramos percibir después de permanecer unos minutos despiertos. Sin embargo, Sandra llevaba varias horas en la cama apreciando esa claridad, tumbada boca arriba bajo las sábanas, pensativa. Sabía de memoria la posición exacta en la que se reflejaban los pequeños halos de luz y las figuras que formaban en la pared. Habían sido sus puntos de inspiración durante toda la noche.A su lado, Javier se dio la vuelta y pestañeó en la oscuridad. Él todavía no apreciaba esa claridad. En silencio, le dio un beso en la mejilla a Sandra, a modo de buenos días, y se arrimó hacia ella guiado por el calor que desprendía su cuerpo bajo las sábanas. Después, alargó la mano sobre su vientre, acariciándolo en pequeños círculos, con suavidad, para poco a poco empezar a dibujar cada una de las voluminosas curvas de su mujer con las yemas de los dedos. Cuando acabó, la besó de nuevo y dirigió su mano hacia rincones más húmedos. Sandra no colaboró, tampoco lo rechazó. Tan solo hizo un pequeño movimiento bajo las sábanas y suspiró.Al poco rato, el chico retiró su mano:¿Aún sigues preocupada?Sí —susurró ella.Javier pestañeó de nuevo y se apartó hacia el otro lado de la cama, perezosamente.A mí tampoco me apetece hoy —dijo.La mujer no contestó. Tampoco hacía falta, algunas costumbres solo se pierden en ocasiones muy especiales.Poco después encendió la luz, retiró la sábana con un impulso y se puso en pie, encaminándose al baño.Tengo que levantarme —dijo sin mirar atrás.Desde su posición, Javier contempló el cuerpo desnudo de su mujer. Sandra nunca había sido la más guapa, ni la más simpática, ni siquiera la mejor persona. Pero para él siempre había tenido el encanto de las feas. Ese misterioso atractivo por el cual se convierten en permanente objeto de deseo de hombres a los que su baja autoestima les impide aspirar a más. Y Javier no era hombre de grandes ambiciones.Cinco minutos más tarde, Sandra ya estaba de vuelta.¿No te levantas? —preguntó recién duchada y aún medio vestida.Ahora.Voy a despertar a Toni —dijo saliendo de la habitación.A sus cinco años, Toni sufría el calvario de tener dos padres con trabajo a turnos. Viernes Santo, todos los niños duermen hasta media mañana, desayunan en la cama, y luego juegan con sus padres. Pero para él su festiva mañana transcurriría en la guardería. Era lo habitual.Cuando Javier llegó al comedor para desayunar, Toni estaba acabando la leche y Sandra ya se había vestido su chaqueta de Atendo, personas dedicadas a informar a pie de andén en las estaciones de ferrocarril.Toni, acaba ya —le gritó a su hijo desde el pasillo.Este no se inmutó.Acaba rápido —le insistió en voz baja Javier mientras se sentaba.¿También trabajas hoy? —preguntó Toni, con esa ingenuidad hiriente que solo tienen los niños.Solo por la mañana —contestó él—. Anda, termina la leche.El niño se llevó la gruesa taza a la boca. Sandra, con la pequeña cazadora de Toni en la mano, entraba en el comedor. Esta vez, sus reclamos iban dirigidos a su marido:Y tú, ¿aún no has desayunado?Javier apuraba una última galleta en esos momentos. En cuanto acabó de engullirla, bebió la leche de un trago y se declaró listo para salir:Vamos.En un momento, fue al dormitorio a por una chaqueta. También cogió su teléfono, las llaves del coche, la cartera, y apagó la luz. Cuando volvió, Sandra y Toni ya esperaban con la puerta abierta y el ascensor llamado.¿Me acercas primero a la estación y después llevas tú al niño a la guardería? —preguntó Sandra mientras bajaban—. A mí me va un poco justo para entrar.Sí.Los tres subieron al coche, frente a casa. Apenas cinco minutos después, Javier paró frente a la explanada de la estación de ferrocarril. Sandra repartió dos rápidos besos en un momento y se apeó. El automóvil continuó. En el centro de la ciudad se bajó Toni, de la mano de Javier, que ni siquiera apagó el motor del coche mientras lo acompañaba a la puerta de la guardería.Diez minutos más tarde, el vehículo se detenía definitivamente en el aparcamiento del viejo Hospital Provincial. Eran las siete y media de la mañana. A las ocho, Javier comenzaba su turno como celador de Urgencias. Eso significaba que contaba con media hora para tomar café, leer la prensa del día y vestirse el pijama de trabajo antes de firmar la hoja de entrada. Algún día lo había hecho en menos.Entró en el centro por la puerta principal y se dirigió a la cafetería. Cogió de una de las mesas el periódico del día y se arrimó a la barra, mientras el camarero ya le preparaba su café habitual, cortado con dos azucarillos. De pie, ojeó la portada:La Región: «Cuatro muertos en cuatro días. El agente de policía Miguel Dacal Santos es desde ayer, oficialmente, la última víctima de la asesina de la pelota de golf (pág.2-3)»Javier se quedó mirando el titular un momento, pensativo. Luego movió la cabeza de un lado a otro, varias veces. No quiso seguir leyendo, plegó el periódico y lo tiró sobre la barra. Acto seguido, apuró de un trago el café que tenía delante y se encaminó a la salida.Perdona —lo llamó el camarero, cuando ya estaba a punto de salir—. No me has pagado.Javier, bajo el umbral de la puerta, al instante cerró los ojos y arqueó las cejas, con la cabeza baja. Volvió sobre sus pasos, sacó una moneda y la puso sobre la barra.Lo siento —dijo—. Se me había olvidado por completo.El camarero la metió en la caja, con una sonrisa en la cara. No pidió más explicaciones. Conociendo a su cliente, sabía que no mentía.

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