Apenas siete minutos después, los tres policías ya esperaban frente al portal de Javier. Eva pulsó el interfono.—Policía, abra —gritó a través del aparato.La puerta se abrió al instante. Arriba, la del piso, también les esperaba abierta. Eva entró primero, seguida por la psicóloga y, por último, Antón. Javier aguantaba la puerta, por cortesía. Al fondo del pasillo, en el salón, se veía de refilón la pequeña cabeza de Toni, aparentemente sentado sobre un gran sofá. Javier se adelantó y, viendo la presencia de la psicóloga, los encaminó hacia donde estaba el pequeño.—¿Vienen a hablar otra vez con Toni? —preguntó entrando en el salón—. Les ruego que no lo agobien demasiado. Es muy pequeño, acaba de perder a su madre.—Soy la inspectora Santiago —lo cortó Eva enérgicamente—. A mis compañeros creo que ya los conoce. Y no se preocupe, es con usted con quiero hablar.Luego se inclinó para dirigirse a Toni, que permanecía sentado.—Hola cariño, ¿quieres ir a jugar un momento con esta chica con la que has estado hablando antes?El niño dijo a duras penas que sí, poco convencido, sin hacer intención de levantarse. Eva acercó su boca al oído del pequeño, de manera que nadie pudiera oír qué le decía. Al cabo de unos segundos, Toni esbozó una sonrisa y salió de la mano de la psicóloga.—Siéntese, por favor —le dijo al padre.Ella también se sentó. Antón, después de cerrar la puerta, se acomodó a su lado.—Siento mucho la muerte de su esposa —empezó diciendo Eva—. ¿Sabe usted qué motivos podía tener su mujer para suicidarse?El hombre pareció pensar un momento, más en la pregunta que acababa de oír que en la respuesta que por fuerza estaba obligado a dar.—Pero no, no se ha suicidado —dijo.—¿Por qué piensa usted que no se ha suicidado? —insistió ella mientras ojeaba los folios de su carpeta—. Dos testigos sólidos sostienen que se tiró ella sola a la vía, sin que nadie la hubiese empujado.—No, no. La asesina de la pelota de golf la empujó a tirarse al tren, la obligó —dijo el hombre, al borde del enfado—. Fue un asesinato, tienen ustedes que investigarlo. No pueden cerrar el caso como un suicidio.—Entonces, ¿debemos suponer que era usted consciente de que su mujer estaba en peligro?Javier inclinó la cabeza, sin responder. Eva quiso formular la pregunta de otra manera:—¿Sabe usted cuál es la razón por la que han matado a Sandra? Porque, de no existir una razón, su caso no será más que un simple suicidio.El hombre levantó los ojos hacia Eva, durante un breve segundo, pesaroso. Luego se encogió de hombros y perdió la mirada en el suelo.—Sí, sí lo sé —balbuceó finalmente.Su afirmación sonó a confesión. Los dos policías guardaron silencio, dándole tiempo. El hombre, cuando se sintió preparado, comenzó a desgranar palabras, sin dejar de mirar al suelo:—Ayer, cuando salió la noticia en el periódico, con todos los nombres, Sandra se puso muy nerviosa. Volvió del trabajo irascible, todo se le caía de las manos y parecía incapaz de centrarse en algo. Yo me di cuenta del cambio y le pregunté qué ocurría. Verá, ella nunca fue una mujer de guardar secretos. Cualquier cosa que le preocupase, enseguida lo contaba. Fuese buena o mala. Tras la cena, me confesó que aquella noche pasó algo que nunca debió haber pasado.—¿Qué noche? —preguntó Eva.—La madrugada del sábado al domingo, durante la Semana Santa de hace seis años.Javier se pasó la mano por la cara, después por la nuca y luego continuó:—Esa noche, pasados de alcohol y drogas, se desplazaban por la carretera de Cea. Siempre salían con dos coches y, en aquella época, los piques al volante eran habituales dentro de la pandilla. Los días de fiesta tomaban a menudo esa carretera para evitar los controles de la Guardia Civil, no solía haber tráfico de madrugada por ella. Tenga en cuenta que hoy está arreglada, pero entonces era un laberinto de curvas entre barrancos sin quitamiedos, espeluznante en noches de lluvia. Pero a ellos les gustaba el riesgo, supongo que les daba morbo. El caso es que esa noche en pleno pique, yendo los dos coches en paralelo, se encontraron de frente con otro vehículo. No frenaron, ni variaron su rumbo lo más mínimo. El otro automóvil tuvo que echarse fuera de la carretera para evitar el impacto, pero ellos siguieron con su carrera. Cuando llegaron a la meta acordada, entre gritos de júbilo y vaciles, decidieron volver sobre sus pasos. Aquel automóvil debería haber caído a la cuneta, pero encontró un árbol en su camino. Así estaba cuando ellos llegaron, echando humo y empotrado contra un pino, con un barranco de cincuenta metros a su lado. Dentro, un bebé lloraba en su silla, el padre estaba inconsciente sobre el volante, y la madre, atrás, malherida, con la cara deshecha.El hombre movió la cabeza de un lado a otro, con un tremendo fatalismo. Luego suspiró, tomó aire y continuó:—Anoche, Sandra me confesó que nunca había podido olvidar cómo aquella cara desfigurada los miraba con los ojos bañados en sangre. Esa imagen la recordaba a la perfección. Los chicos habían parado al lado. Se bajaron todos, pero nadie era capaz de pensar con claridad y cundió el nerviosismo. En esa situación, los más arrogantes tomaron la iniciativa. Aquello no estaba en sus planes, nunca debía haber ocurrido, pero tenían claro que si avisaban a la Guardia Civil, de un modo u otro, se verían involucrados en el accidente. Entonces, tomaron una mala decisión: agarraron el coche entre todos y lo empujaron barranco abajo. Imagínese, cincuenta metros de caída, dando vueltas de campana. Imposible sobrevivir, y muy difícil de localizar. Pensaron que, en el fondo, nadie los había visto, no había rodadas porque ni siquiera habían frenado... y los muertos no hablan.Javier lanzó un nuevo suspiro, sin levantar la mirada. En esa posición, siguió con su relato:—Supongo que nada fue lo mismo entre ellos desde aquel día. Sandra pensó, al leer la noticia, que la asesina de la pelota era la chica que iba dentro. No se equivocaba. Por alguna razón, se salvó. Según me dijo, ayer a la tarde estuvo en la biblioteca, para consultar los periódicos de aquel día, y todos confirmaban que la mujer había salido con vida. El hombre y el bebé, no. Milagrosamente, por puro azar, los habían encontrado al día siguiente. Es curioso —razonó, en tono de conclusión—, pero creo que ninguno de ellos se preocupó entonces de saber si habían encontrado el coche, ni qué suerte había corrido aquella gente. Al menos Sandra no lo sabía hasta ayer. Ya ve cómo era mi mujer —murmuró al final.Después de eso, el hombre paró de hablar y la habitación se quedó en silencio, un silencio espeso, sepulcral, difícil de digerir. Al cabo de un instante, Eva lo rompió:—¿Sabe usted quiénes eran los ocupantes de esos dos coches?—No con exactitud —dijo abriendo las manos a modo de excusa—. Básicamente, los que ha ido matando. Sandra solo estaba preocupada por ella.—¿Por qué una pelota de golf, qué significado tiene para ellos?—Eso mismo le pregunté yo. Una pelota de golf porque el coche que despeñaron era un Golf, un Volkswagen Golf.El hombre, ahora sí, dejó escapar una sonrisa antes de continuar:—Le parecerá tonto —añadió—. A mí, sí, al menos. Pero le aseguro que fue muy efectivo. Cuando Sandra leyó los nombres de los muertos junto con el detalle de la pelota, ya no tuvo dudas. Supongo que si solo aparecieran los cadáveres de los chicos, podría ser por otra razón porque malos rollos no le faltaban a ninguno, pero ¿apareciendo con una pelota de golf al lado de cada uno? Sandra no tenía dudas de que también iría a por ella.Eva lo miró largo rato, mientras parecía pensarse la siguiente pregunta.—¿Le dice algo el nombre de Isaac? —soltó de repente.—Sí. Isaac...Javier hizo una pausa, como si estuviese repasando las palabras que iba a pronunciar.—Él era el conductor de uno de los coches —dijo finalmente—. Es el padre de mi hijo.Eva arqueó las cejas ante aquella afirmación. El hombre desgranaba las palabras con esfuerzo, se notaba que Isaac no era un tema de su agrado, pero se dio cuenta al instante de la incongruencia que acababa de decir y pareció sentirse en la necesidad de aclararla:—Toni no es hijo biológico mío —dijo—. En esos años, Sandra e Isaac salían juntos y ella se quedó embarazada. Por lo que pude saber después, él nunca pensó en hacerse cargo del niño, ni siquiera lo quería tener. Aguantó más o menos un tiempo con ella, pero cuando acabó la carrera, la dejó con un bebé en brazos y se fue a trabajar a Barcelona. Supongo que tenía planes muy ambiciosos para su vida, y ni Sandra ni Toni entraban en ellos. Yo la conocí más tarde, cuando Toni ya tenía casi dos años. Nosotros nos casamos a los pocos meses.El hombre ahora levantó sus ojos del suelo, como buscando comprensión.—Como ve, mis expectativas eran mucho más modestas —dijo después.—Siento mucho que se haya visto metido en esto y créame que no quisiera hacerle esta pregunta, pero es mi obligación.—No se preocupe —dijo sinceramente, debió pensar que ya no quedaba nada inconfesable por contar.—¿Sabe usted cómo podemos ponernos en contacto con Isaac?Javier tardó en reaccionar. Pestañeó varias veces, se frotó la nariz, luego la frente y, finalmente, se levantó en silencio. Cogió un viejo móvil del fondo de un revuelto cajón de la biblioteca y volvió a sentarse en el mismo sitio. Marcó el pin y, una vez activado, buscó en la agenda. Luego se lo ofreció a Eva. En ese momento, quizá pudo más su conciencia que la humillación de traspasar la línea de lo que nunca querríamos admitir.—Es su número de móvil —dijo—. A veces, se llamaban —confesó a continuación.Eva miró el número y lo anotó, junto con una dirección: Calle Saturno, en Covadonga. Por eso no lo habían encontrado, pensó. No vivía en O Vinteún, sino al lado, en Covadonga.También comprobó las llamadas, y algunos de los mensajes. Todas para Isaac, todos de Isaac. Después del tercero, no quiso seguir leyendo. Apagó el teléfono y se lo ofreció a Javier.—¿Pasaban ustedes apuros económicos? —le preguntó.Él negó con la cabeza mientras cogía el teléfono, sin levantar la mirada.—Lo siento mucho. Es usted un gran hombre—añadió ella al tiempo que le daba un pequeño golpe de complicidad en la espalda.Javier pareció no oírla. Apretó el pequeño aparato entre sus manos y permaneció en silencio, sin llorar. Sus sensaciones eran encontradas y su futuro, incierto. En la habitación de al lado le esperaba Toni. Pronto tendría que explicarle muchas cosas.Cuando los policías salieron de la habitación, Eva ya estaba marcando el número que había apuntado. Varias veces, insistentemente. A pesar de sonar, nadie descolgaba. La psicóloga se unió en el pasillo. Antes de irse, Eva hizo un alto en su empeño y se agachó para despedirse de Toni con un beso. El pequeño seguía sonriendo.—¿Qué decían los mensajes? —preguntó Antón ya dentro del coche.—¿Te lo tengo que explicar todo? —contestó molesta.—Pues si no lo entiendo, sí.—Nada bueno —apuntó la psicóloga desde el asiento trasero, y que sin duda había estado escuchando toda la conversación desde el pasillo.Eva pareció no querer revelarlos. Pero cuando ya nadie lo esperaba, contestó:—Concepto de padre de Isaac: si necesitas ayuda económica para la manutención de mi hijo (que dicho sea de paso, me importa una mierda), me llamas y sin problemas. Eso sí, previo paso obligado por mi cama. Concepto de esposa de Sandra: trato hecho.No hubo más preguntas en el coche.
Entrada la noche, y estando Eva en comisaría, por fin alguien descolgó aquel teléfono.—¿Quién es? —gruñó una voz masculina desde el otro lado.—¿Isaac? Soy la inspectora de Policía Eva Santiago. Solo dígame una cosa: ¿piensa usted viajar a Ourense próximamente?—Inspectora de Policía... —repitió el hombre con lentitud.—Sí, ¿en dónde se encuentra usted? —insistió Eva inquisitiva.Isaac se tomó su tiempo antes de contestar, parecía querer medir cada una de las palabras que pronunciaba en sus respuestas.—Pues ahora mismo, en una zona de descanso de la autopista —respondió—. Como usted bien ha dicho hace un momento, voy de camino a Ourense.—¿Tenía previsto de antemano desplazarse hoy hasta aquí?—No. Pero mi antigua pareja, Sandra, ha muerto esta mañana y una amiga suya me ha avisado de inmediato. Además, tenemos un hijo en común.—¿Una amiga de Sandra? ¿Conoce usted a esa amiga?—No, no la conocía hasta hoy.Eva ató cabos con rapidez. Tanta, que daba la sensación de que aquella situación era, con exactitud, la que se había estado imaginado durante toda la tarde mientras intentaba que alguien contestara a sus llamadas.—Sandra no ha muerto —dijo enérgicamente—, ha sido asesinada brutalmente. Por eso, me estoy poniendo en contacto con usted. Sospechamos que esa mujer que le ha avisado es la misma que despeñaron ustedes hace seis años cerca de Cea, la misma que ha matado durante esta semana no solo a Sandra sino también a Marc, Javi, Sebas y Miguel, y exactamente la misma que ahora le ha llamado a usted con la única finalidad de que venga a la ciudad para poder asesinarle. ¿Me permite usted que, en nombre de la policía, le recomiende que desista de su viaje?Se hizo un largo silencio entre los dos, quizá el tiempo que aquel hombre necesitó para asimilar lo que Eva le acababa de contar.—¿Está usted ahí? —preguntó ella al cabo de unos segundos.—Sí, descuide, sigo aquí —reapareció Isaac—. Señorita, por supuesto que le permito a usted que me recomiende lo que quiera pero, desgraciadamente, no le voy a hacer caso. Ya he recorrido cuatrocientos kilómetros, mi hijo se acaba de quedar huérfano y, por otro lado, me apetece ir al funeral de mi antigua pareja. Le aseguro que ninguna llamada puede hacerme cambiar de idea.—¿Cuándo llegará usted? —preguntó Eva después de una pausa.—Pues no lo sé. Es un viaje largo y, seguramente, pararé más veces.—Me gustaría hablar con usted y, asimismo, asignarle protección durante el tiempo que permanezca usted en la ciudad.El hombre soltó una gran carcajada al otro lado del teléfono. Luego respondió:—Pues si quiere hablar conmigo, mañana sobre las doce me podrá encontrar en el tanatorio de Seixalbo. Por supuesto, estaré encantado de que nos podamos conocer.—Allí le veré.Eva colgó, quedándose durante un tiempo con su mano apoyada sobre el aparato, meditando. Luego exclamó:
—¡Idiota!