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En la Edad Media, los caballeros de los cantares de gesta también estaban advertidos. “Uno no moría sin haber tenido tiempo de saber que iba a morir”, dice Philippe Ariès en Morir en Occidente (Adriana Hidalgo, 2007).
Pero al matemático y Premio Nobel de Economía, John Nash, y su mujer, Alicia Lardé, la primera salvadoreña que se graduó en física aeroespacial en el MIT, la muerte les llegó cuando menos la esperaban: salieron despedidos de un taxi que hace unos días chocó al intentar sobrepasar a otro vehículo en una autopista de Nueva Jersey. El científico excepcional que se había sobrepuesto a la esquizofrenia con el poder de su mente, y su compañera de toda la vida, regresaban de Noruega, donde habían ido a recibir el premio Abel (“el Nobel de la matemática”).
El absurdo de esta muerte evoca la de Albert Camus, autor de El extranjero y Premio Nobel de Literatura en 1957. Por una extraña jugarreta del destino, el 3 de enero de 1960, Camus declaró a los periodistas que no podía concebir nada más estúpido “que morir en un accidente automovilístico”. Al día siguiente, ubicado en el asiento del acompañante de un moderno automóvil conducido por Michel Gallimard, sobrino de su editor, chocaría contra un árbol en la ruta hacia París a 180 kilómetros por hora. Tenía 47 años.
Pero si es absurdo perder la vida a 180 kilómetros por hora, mucho más lo es perecer a ¡10 por hora! Es lo que le sucedió al arquitecto Antonio Gaudí. La máxima figura del modernismo catalán iba caminando por la Gran Vía, en Barcelona, cuando vio un tranvía que se acercaba precisamente a esa velocidad. Gaudí se asustó y, sin pensarlo, dio dos pasos hacia atrás y terminó atropellado por otro que venía en sentido contrario. Falleció tres días más tarde, el 10 de junio de 1926, en el Hospital de Beneficencia de Santa Cruz.
Dos décadas antes, en 1906, las calles de París habían sido escenario de otra muerte impensable. Allí, mientras regresaba caminando a su laboratorio, Pierre Curie -esposo de la célebre Madame Curie- resbaló sobre la calzada mojada de la Rue Dauphine. El episodio, según consigna Denis Brian en El Clan Curie (Editorial El Ateneo, 2007), fue relatado por el joven que conducía un carro de caballos con una carga de uniformes. Al caer, pareció que el científico (que entonces tenía 46 años) se tiraba en dirección al caballo para tomarse de las riendas. El animal se paró sobre las patas traseras. Pierre cayó bajo la rueda izquierda, que le aplastó el cráneo.
En 1832, Galois, un romántico de la matemática, murió a los 20, también en una situación descabellada: batiéndose a duelo. Encarcelado varias veces por participar en la efervescencia política de sus días, en una de sus últimas cartas escribe: “He sido provocado por dos patriotas y me ha sido imposible negarme”. Esa noche redacta su afiebrado testamento de genialidades matemáticas en el que garabatea “¡No tengo tiempo, no tengo tiempo! Mi vida se extingue como un miserable cancán”. Al día siguiente acude al duelo y recibe una herida mortal en el abdomen.
Pero tal vez una de las más muertes más insensatas fue la de John Kennedy Toole, el joven escritor norteamericano que muchos ubican a la altura de un Rabelais del siglo XX. El 26 de marzo de 1969, tras fracasar repetidamente en su intento de encontrar editor, el autor de La conjura de los necios (Anagrama, 1982) se encerró en su auto, y conectó una manguera al tubo de escape. Tenía 32. En 1980, su madre, de 79, logró que lo publicaran y al año siguiente le concedieron el Pulitzer.
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NORA BÄR
“La muerte también es una herida absurda”
(la nación, 05.05.15)