Mujeres reales

Publicado el 30 junio 2013 por Unapausaparaelcafe @pausaparaelcafe

Debo reconocer que siento un desapego casi visceral hacia la publicidad. Creo que se debe en gran medida al bombardeo mediático, a las constantes interrupciones del entretenimiento, al muro que te devuelve una y otra vez a la realidad cuando estás profundamente sumido en un hilo argumental, al igual que sucede cuando tienes la mente intoxicada por alcohol u alguna otra sustancia que te hace creer que tu monólogo interior es increíblemente ingenioso hasta que tomas conciencia de que esa creencia probablemente se deba sólo a la intoxicación, y te das de bruces, mueves la cabeza a un lado u otro fingiendo que estabas despierto y que te has percatado de todo, hasta que vuelves a sumergirte de nuevo en tu epopeya. Y aunque el origen de esta aversión esté bastante claro y sea algo casi infantil, se ha ido reforzado año tras año a medida que el escepticismo crece en uno mismo de manera irrefrenable.

La publicidad es necesaria, todos hacemos uso de ella en algún momento de nuestras vidas, es indispensable para el desarrollo de la economía y todas esas cosas que sabemos que son ciertas y recitamos como un mantra sin la necesidad de profundizar en ellas. Es necesaria, es cierto, rebatir esto sería ridículo.

El problema llega con las técnicas publicitarias que se han llevado a cabo en los últimos años. La publicidad, en su origen, se centraba sobre todo en la información del producto, tenía un enfoque más pragmático. Pero con el paso del tiempo, la evolución de la sociedad, la creciente superficialidad y la simplificación (aparente al menos) de cualquier mensaje con el que se pretenda calar en el público, se ha optado por un enfoque más emocional. El deseo. Se trata de hurgar en las mentes de los espectadores (expresión melodramática en concordancia con los trucos del objeto de nuestra reprimenda) para saber qué desean, o bien decírselo en caso de que no lo sepan, jugar con sus miedos, sus debilidades, y venderles seguridad y confianza. Porque el fin es vender algo, es evidente y comprensible, aunque no tanto el modo en que se lleva a cabo.

La estética, a cualquier nivel, juega el papel principal. Prometer distinción, un mejor aspecto disfrazado de una mejor salud, aludir a la naturalidad del producto, avalarlo por un estudio muy fidedigno o una encuesta que nada en las lagunas de la estadística, son las tácticas más comunes de la publicidad diaria, principalmente televisiva. Y no es del todo un problema grave que nos haga suspirar de indignación mientras negamos con la cabeza, puesto que casi la totalidad de la población es consciente de estas artimañas y es impermeable a este juego sucio. Sí lo es, sin embargo, que dicha publicidad se apoye casi siempre en la mentira, más o menos obvia, más o menos grande, que subyace en la mayor parte de los anuncios. A veces, incluso se anuncia la propia mentira, con letras muy pequeñas que pasan muy rápido a pie de las imágenes, que podrían contener faltas ortográficas  puesto que quien las escribió tampoco fue capaz de leerlas en aquel momento. Casi todos de los anuncios contienen alguna mentira. Y aunque algunas son inocuas, otras juegan con el desconocimiento de la población en materia científica, como puede ser la química o la medicina. Y existen organismos para evitar que esto suceda, pero a menudo transcurre un periodo de tiempo demasiado extenso entre la primera emisión del anuncio y la desacreditación por parte del organismo regulador y posterior retirada del mismo, tiempo en el cual se han reembolsado con creces los gastos  del anuncio y de una asumible e improbable denuncia.

Me gustaría mencionar un par estrategias de recientes campañas en las que considero que la sutileza y el cinismo van de la mano. Una de ellas consiste en explotar los sentimientos más nobles de los seres humanos: la compasión, la esperanza, el sentido de la comunidad. En dar aliento de una u otra forma. Mensajes positivos, un homenaje a un personaje público difunto, sobreponerse a la crisis, dejarse llevar, unas merecidas vacaciones en la playa con gente muy alegre y sospechosamente atractiva que baila al son de la canción más odiosa jamás compuesta (quizá esto último se sale del espectro a tratar, podemos tomarlo como un pataleo)… en definitiva, construir un viral. Algo de duración considerable, que provoque una sonrisa en el espectador, el cual, de pura dicha, recomendará a un amigo o lo publicará en su red social.

La otra estrategia consiste en acortar distancias entre la gente de a pie y el ideal estético. Apoyarse, por ejemplo, en un eslogan como “mujeres reales”. Mujeres con un ligero sobrepeso, unas caderas anchas o una edad avanzada que provoquen que el resto de mujeres piense: eso es belleza, así soy yo, así debe ser una mujer. Mujeres que, además del sobrepeso o la edad, curiosamente, tienen una belleza particular y unas facciones dignas de cualquier marco de fotos a estrenar. Pero antes de percibir la trampa, la distancia original ya se habrá estrechado, el mensaje habrá calado y el producto estará bailando en la mente o en las palabras del espectador o espectadora (quizá víctima era excesivo).

Fuente: bigbelleswomen.com

Ambas formas se basan en animar al espectador disfrazando de causa un producto. Y a pesar de que alguna de estas formas pueda tener efectos positivos en el público, el origen de estos anuncios sigue siendo sucio. Y es sucio porque no se parte de la causa, del mensaje de aliento, del brazo sobre el hombro; se parte del estudio del mejor modo de vender el producto, independientemente de su calidad, la cual ni siquiera hay que mencionar. Es sucio porque es una treta, porque es lo opuesto a la honradez que debe cimentar unos valores. Porque la ética forma parte de un mundo que tiene poco que ver con la publicidad, al igual que con la abogacía, y esto no es algo malo per se, lo malo es fingir que ambos mundos se tocan. Y es obvio, pero no por ello desdeñable. La causa es una emboscada, una distracción previa al lanzamiento de falta que, por mera dignidad, deberíamos filtrar desde el primer segundo, antes de que nuestra sonrisa y posterior recomendación propaguen el mensaje, mientras alguien a quien no le importa en absoluto la causa en cuestión ve cómo se llena su cartera a la vez que se regodea por haber violado a nuestro pensamiento, antes de que, una vez más, despertemos al darnos de bruces contra el muro.